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Adolfo Colombres

EL PROBLEMA CIVILIZATORIO DE NUESTRA AMÉRICA

Por Adolfo Colombres


Para entender la aún frágil independencia de los países de Nuestra América debemos recordar que la negación de Europa realizada por la clase criolla blanca dominante y los mestizos asimilados a ella no fue nunca la negación de la europeidad, y hasta el día de hoy nuestros artistas, intelectuales y academias temen romper con la plena pertenencia a la civilización occidental, prefiriendo ser su furgón de cola antes que alzarse como una civilización nueva. Se quiere, sí, ser americano, pero sin dejar esa atalaya, como si fuera la única racionalidad posible. Su definición, dice Walter Mignolo, es geopolítica, no cultural ni mucho menos racial. El criollo sabe que no es europeo, pero quiere serlo, pues siente a dicha identidad como la única imagen aceptable de civilización1. Además, aceptando un antiguo mandato, se propone como tarea redentora civilizar al indio y el negro, integrarlos a un carromato desvencijado que nadie sabe bien hacia dónde se dirige, pues lo más cómodo y realista es dejarse llevar adonde el amo les diga. Ellos son los verdaderos otros, los que no pueden ser europeos. Para los pueblos indígenas y afroamericanos, con la excepción de algunos grupos que se niegan asimismo, postrándose ante la ideología blanca, la otredad radica en la civilización occidental, que es el poder despótico que los domina. Los revolucionarios haitianos (Toussaint l’Ouverture, Jean-Jacques Dessalines y otros) negaron tanto a Europa como a la europeidad sin hacerse mayores dramas. O sea, los afroamericanos, al igual que los indígenas, ni siquiera se plantean definirse o no como occidentales. Si la conciencia blanca, así como la de los mestizos que optaron por ella, pensaran lo propio como una verdadera civilización, tendrían algo más auténtico e integrador en qué apoyarse, y podrían identificarse mejor con sus pueblos y las formas que éstos tienen de construir la realidad y contar la Historia. Por otra parte, los pueblos de la América profunda no representan un cúmulo de propuestas inviables y perimidas, sino las semillas que harán posible un mundo diferente, justo y sustentable. Es por ello preciso abrirse seriamente, en los hechos y no en las meras proclamas de ribetes pluralistas, a esos saberes ancestrales, así como a sus modos de articularse y exponerse, sin que tengan que someterse a las jergas occidentales de moda ni a categorías ajenas. Ante una modernización etnocida, ecocida y demencial, casada con la sociedad de consumo y la rentabilidad del capital, no queda más que escuchar esas voces verdaderamente sabias y llenas de sentido común. Basta ya de esos cultos fetichistas a la producción y la productividad, de los chillidos de los sacerdotes del marketing y el progreso medido en cifras que cierran bonitamente hacia arriba, pero arrasan con su guadaña a los de abajo, tanto en lo social y económico como en lo cultural y ambiental. El hombre no puede ser definido como un ser productivo, porque quienes no producen o producen poco (los ancianos, los niños, los inválidos y los desocupados) siguen siendo tan humanos como los otros, y acaso más. Las culturas tradicionales valoran a los ancianos, que no producen, más que a la juventud productora, porque sin su sabiduría no es posible la producción, o ésta conducirá a la ambición y el caos, a la explotación y la pérdida de libertad y autonomía.


A menudo me pregunto si la recurrente invocación al pluralismo y la diversidad cultural no es un nuevo mea culpa de la conciencia occidental, que a lo largo de los siglos hizo lo mismo: destruir y oprimir a los otros de un modo despiadado, y luego golpearse el pecho en una confesión morigerada de sus pecados, para pecar de nuevo en la semana siguiente, en otra cruzada “civilizatoria”. Y en esto vamos hacia atrás, pues en la edad de oro del colonialismo nos colonizaban con culturas prestigiosas, que en muchos casos fueron debidamente apropiadas y convertidas en parte de nuestro patrimonio simbólico. Lo que hoy nos coloniza, en cambio, no es ni siquiera una cultura, sino productos híbridos y mediáticos que banalizan el mundo, lo homogenizan en base a meras pautas de consumo y destruyen el lenguaje, que es lo que caracteriza al Homo sapiens sapiens. Se trata entonces de algo más que de un nuevo proceso de colonización cultural, pues podríamos estar cayendo por esta vía en una verdadera mutación antropológica, en la que el hombre que desea explorar los abismos del pensamiento y los sentimientos está siendo desplazado por un hombre conformista y sin solidaridad alguna, cuyo único objetivo vital no es ya saber y producir en base a ese saber grandes obras tanto materiales como espirituales, sino consumir y vaciar a las pocas palabras con las que se ha quedado de su contenido de verdad: bien sabemos que para ponerlas al servicio de la mercancía es preciso abolir su vínculo con la acción y exprimir la mentira, cuyo jugo amargo engorda su poder y sus ganancias de un modo proverbial, dejando en la pobreza a quienes llevan una vida ética. A nosotros, los herederos de antiguas civilizaciones a las que Occidente consideró bárbaras para colonizarlas y despojarlas, nos toca acaso hoy la curiosa misión de civilizar a los civilizadores de antaño, cuya razón devino consumista y se olvidó del hombre, de sus luchas emancipadoras, de su empeño alucinado de entrar en el corazón de los seres y las cosas.


El lugar fue ignorado por la mayoría de los pensadores de la filosofía de Occidente, lo que genera la idea de que no cuenta en la construcción del conocimiento, que en todo el mundo se ha de pensar igual. No faltan incluso modernas corrientes antropológicas que cuestionan tanto el lugar como las formas de resistencia a la globalización que se articulan a él, como si desde el lugar no se pudiera acceder a lo universal. Por el contrario, somos más los que pensamos que sólo desde un lugar en el mundo se puede acceder a una verdadera universalidad, como resultado de un consenso y no de una imposición. Los lugares son creaciones históricas, y fuera de ellos no existe la cultura, ni la identidad puede ser aprehendida, como señala Marc Augé, asignándoles el carácter de antropológicos como una cualidad indisociable. La destrucción del lugar arrasa la cultura, los significados que un pueblo fue tatuando en él a lo largo de la historia, y se regresa al espacio vacío de sentido, a los no-lugares que se diseñan en las torres de las corporaciones. Hay quien cree que sólo el capitalismo tiene la capacidad de extenderse a otros ámbitos con relativo éxito, y que defender los lugares es pecar de romántico. Pero otros creemos, y apostamos a ello como a la última oportunidad de la especie humana, que sólo desde la sabiduría y la cultura que destilan los lugares será posible formular nuevos sistemas globales, verdaderamente justos, sustentables y sobre todo éticos.


No obstante, no faltan científicos sociales que se dejan seducir por la metáfora de la desterritorialización, según la cual el progreso habría vuelto obsoleta toda reflexión realizada desde la afirmación de un espacio geográfico, político, simbólico e identitario particular. La comprensión de un mundo desterritorializado, dicen, requiere un punto de vista también desterritorializado. No debemos por eso pensar el mundo desde América latina y la región a la que pertenecemos, sino en su propio flujo, para luego hacernos las preguntas pertinentes a nuestras realidades, con el ánimo, claro, de sumarnos a ese flujo con pragmatismo, de acomodarnos a él como los mercaderes a la dictadura del mercado. El poeta antillano Aimé Césaire, en su Cuaderno de un retorno al país natal, el más bello poema que se escribió sobre la situación colonial, dice en cierto momento: “Acomódense ustedes a mí, yo no me acomodaré a ustedes”. Esta es la clave básica de la dignidad de quien mira el mundo desde el proceso histórico de su cultura, para saber qué se opone a él y definir una estrategia para combatirlo. También, por cierto, para saber quiénes serán sus aliados en la construcción del futuro. Tal sería la base de un pensamiento identitario y territorializado, que lleva a construir la realidad desde una identidad y un territorio específicos, demoliendo las estructuras hegemónicas y neocoloniales.


Hoy la globalización arrasa los lugares, productos de largos procesos de significación, al mismo tiempo que erige no-lugares por doquier, los shopping centers como catedrales del consumo, monocultivos excluyentes que hacen del campo un mero espacio productivo, una fábrica a cielo abierto en la que el paisaje rural, o lo que resta de él, tiene ya menos misterios, flora y fauna que una plaza urbana, y también menos tatuajes simbólicos. El lugar es así crecientemente dominado, desarticulado por el espacio que necesita la inversión extranjera. La modernidad ha negado el lugar y eso favoreció su expansión. Se habló de la modernidad (la dominante) y no de la modernidad de cada lugar, de cada región, de cada cultura, como una forma de actualización de sus imaginarios. Bajo la presión globalizadora, son echados al olvido los modelos culturales de uso del medio ambiente, resultado en cada caso de muchos siglos de interacción con su propia naturaleza. La globalización se puso hoy como divisa la abolición del lugar en aras de los delirios del capital y en detrimento de los mundos simbólicos, así como procura uniformar la sensibilidad a través de la cultura de masas y afianzar el pensamiento único con el apoyo de voceros mediáticos que naturalizan la colonialidad del saber y del hacer, todo en beneficio de la economía neoliberal a la que sirven a conciencia, abandonando así todo compromiso emancipador, de cuyos principios ni siquiera oyeron hablar.


Si todo proyecto nacional y americano, como planteaba Bonfil Batalla, debe definirse en términos civilizatorios, resulta urgente e imprescindible, para evitar el estancamiento histórico en el que nos encontramos, dar pasos firmes hacia la emergencia civilizatoria, abandonando esa navegación de sirga que caracterizó siempre a nuestro pensamiento y asumiendo los riesgos que apareja toda gran empresa. Sólo quemando las naves se puede lograr esto, lo que no implica por cierto desdeñar la herencia occidental, en buena medida irrenunciable. O sea, la opción pasa por desarrollar un modelo propio para evitar ser incorporados como una materia inerte a otro proyecto. De lo que se trata, frente a la cultura occidental, es seguir la pauta trazada varias décadas atrás por el Manifiesto Antropofágico de Oswald de Andrade.


Se podrá pensar que esto no es más que una utopía, pero todos los relatos que alentaron nuestras gestas independentistas fueron utopías que en alguna medida se cumplieron. A modo de balance y prospectiva, miremos hacia atrás, para recordar cómo nacieron y cuál fue la dialéctica entre el latinoamericanismo y el panamericanismo. En primer término, estaría la Patria Grande con la que soñaron Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, Simón Bolívar, José de San Martín, José Gervasio Artigas y otros hombres del tiempo de la Independencia. La “Carta de Jamaica”, redactada por Bolívar en 1815, es considerada un texto fundacional de la identidad de Nuestra América. En ella ya advertía las dificultades que presentaba la integración, citando a propósito a Montesquieu, quien decía que era más difícil sacar a un pueblo de la servidumbre que subyugar a uno libre.


Miranda había fundado en Londres la Logia Gran Reunión Americana, sentando varias de las bases teóricas de esta propuesta de real independencia. Siguiendo ese camino, Bernardo de Monteagudo redacta su “Ensayo sobre la necesidad de una Federación General entre los Estados Hispanoamericanos y plan de su organización”, que serviría en parte a Bolívar para escribir la convocatoria al Congreso Anfictiónico de Panamá de 1826. Éste inició sus deliberaciones el 22 de junio, con el objetivo de constituir una Confederación de los Estados que fueran colonias de España, con poderes reales que incluirían la unificación económica. Santander, a la sazón Vice-presidente de Colombia, cursó por su cuenta una invitación a Estados Unidos a dicho Congreso. Al enterarse de ello, Bolívar manifestó su firme rechazo a que se llamara a dicho país a formar parte de los “arreglos americanos”, considerando que el destino manifiesto de ese entonces ascendente imperio era sembrar el mundo de males en nombre de la libertad, y bien nos consta que fue exactamente así, y lo sigue haciendo. Además, Estados Unidos, a pesar de haber sido gentilmente invitado, no sólo no concurrió a dicho Congreso, sino que desplegó, al igual que el Imperio Británico, todos los recursos a su alcance para impedir que en Panamá se echaran las bases de la Gran Confederación. Por lo pronto, su diplomacia consiguió, moviéndose en la sombra, que tanto Chile como Argentina no enviaran congresales. Argentina, gobernada a la sazón por los unitarios, no ocultó incluso su repudio a la iniciativa. Ausencia notoria del Cono Sur que alentó el proceso de balcanización que venía ya desarrollándose en las ex colonias de España. Miranda había sido asesinado en 1816 por su posición americana y su jacobinismo, cuando acudía a una cita galante. En 1830 muere Sucre, también asesinado, y Bolívar, con su avanzada tuberculosis, se extingue en diciembre de ese año en Santa Marta, pobre y desesperanzado.


En 1823, un año antes de la batalla de Ayacucho, que selló la independencia de la América hispánica continental, Estados Unidos lanzó la llamada Doctrina Monroe, por el presidente de ese nombre. Su famoso principio “América para los americanos” pasaría a significar pronto “América Latina para los norteamericanos”, poniendo la piedra basal de lo que hacia fines del siglo se convertiría en el panamericanismo.


En 1836 surge el concepto de América Latina, como recurso estratégico del imperialismo francés, pero recién en l865 Torres Caicedo funda el latinoamericanismo, como corriente de pensamiento y una voluntad de emergencia en tanto bloque regional, lo que se lograría, según su propuesta, con el establecimiento de una Unión Latinoamericana.

Dicha concepción sería desplazada por el panamericanismo en el escenario político. Tal corriente se deriva del término “Pan América”, forjado en 1889 por James Blaine, secretario de Estado de Estados Unidos, quien, para dar una forma más operativa a la Doctrina Monroe, proponía la conformación de una Unión Aduanera de las Américas. Entre 1889 y 1890 se realizó bajo su égida la Conferencia Panamericana de Washington, que habría de crear la Oficina Internacional de las Repúblicas Americanas. Tal derrota retardaría el fortalecimiento de la identidad de la América que está al sur del río Bravo, por cuanto se aceptaba el liderazgo de Estados Unidos en reemplazo de Inglaterra. Por más que en respuesta a tal proyecto Alejandro Bunge propusiera en 1909 crear una Unión Aduanera del Sur, el panamericanismo ganó bastante terreno en 1910, al formarse la Unión Panamericana, y culminó su ascenso en 1948, al crearse la Organización de Estados Americanos (OEA).

El americanismo de cuño hispánico se activa hacia finales del siglo XIX con el advenimiento de Brasil a la comunidad republicana, y también con la publicación de Nuestra América (1891), de José Martí, donde este autor se pronuncia en forma tajante contra el plagio de formas políticas, jurídicas y hasta intelectuales de Europa y Estados Unidos, en una actitud servil que entrañaba a su juicio una degradación humana y artística. Otro precursor que no se puede soslayar fue el portorriqueño Eugenio María de Hostos, quien se afanó, desde una clara actitud antimperialista, en definir la personalidad de América Latina ante Europa y Estados Unidos. En 1900 se publicaría el Ariel de José Enrique Rodó, que reivindica un destino continental. En 19l2, Manuel Ugarte habla de “la Patria Grande del porvenir” y aconseja, para salir del coloniaje, crear con el esfuerzo diario valores nuevos y una civilización diferenciada. Reafirmará luego, en el Prólogo de La reconstrucción de Iberoamérica, su testamento político, que ha llegado la hora de realizar la segunda independencia, pues Nuestra América debe dejar ya de ser rica para los demás y pobre para sí misma. En su crítica al panamericanismo, señalaba que las dos Américas nada tenían en común, y no debían intentar construir juntas un futuro. En 1922, José Ingenieros planteaba sin escarceos la disyuntiva: o someterse a la Unión Panamericana (a la que entendía, con justo criterio, como América para los norteamericanos) o echar las bases, para defender nuestra real independencia, de una Unión Latinoamericana (América para los latinoamericanos), con lo que se retoma la vieja consigna de Torres Caicedo. A estas voces se sumarán José Vasconcelos y Antonio Caso por México, así como los peruanos Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y José María Arguedas. Un tiempo después, el latinoamericanismo estará presente en acuerdos subregionales como el MERCOSUR, la Comunidad Andina de Naciones, el Mercado Común Centroamericano, el G-3, el CARICOM, la Asociación de Estados del Caribe y, sobre todo, la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), creada en 2004 con la Declaración de Cusco, y convertida en un tratado internacional en 2008, como consecuencia del resquebrajamiento del paradigma neoliberal establecido por el Consenso de Washington. Vino finalmente a sumarse a este proceso de integración regional la CELAC, o sea, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños.

Resulta altamente encomiable la iniciativa venezolana de convocar, en el marco de su revolución bolivariana, a un Segundo Congreso Anfictiónico (el primero sería el de Panamá, convocado por Bolívar), que se realizó en Caracas en 1997, bajo el lema “Por la unidad y la soberanía de nuestros pueblos”. El Tercer Congreso se reunió en Panamá en 1999, con el tema central de “Soberanía y globalización”. Hubo luego un Cuarto Congreso, que tuvo lugar en Buenos Aires en noviembre de 2001, donde, bajo el lema de “Unidad y soberanía”, se habló de una Confederación de Repúblicas de América Latina y el Caribe.

Mientras se producían los mencionados intentos de real independencia en Nuestra América, Estados Unidos no dejó jamás de desplegar estrategias para atraernos a su órbita, lo que implicaba uncir una civilización al carro de otra, haciéndola renunciar a un destino propio y sometiéndola a la Pax Americana: Política del garrote, política del buen vecino, Alianza para el Progreso en los años de la insurgencia, y luego la Iniciativa para las Américas –propuesta de unir a toda América, desde Alaska a Tierra del Fuego, en un solo bloque, lanzada en 1991 por Busch padre-- y el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (ALCAN), que además de Canadá incluye a México, con la posibilidad de extenderse a otros países de América. La firma de dicho tratado por parte de México puede ser vista como una alta traición a la digna historia de ese país, y así lo entendieron los mayas de Chiapas, precipitando el estallido de una rebelión programada para un tiempo posterior. En la Cumbre de las Américas, conferencia realizada en Miami en 1994, Estados Unidos dio otro paso ambicioso, al llamar a establecer un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) para el año 2005. Por esta vía se reformulaba el viejo panamericanismo, convirtiéndolo en una doctrina que alguien llamó “neopanamericanismo”, y que implica una regionalización vertical dirigida por Estados Unidos y los resortes a los que apela para imponer su voluntad, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Esta propuesta fue derrotada en noviembre de 2005 en la Cumbre de Mar del Plata –gracias, entre otros factores, a la fuerte presión indígena y la presencia de Hugo Chávez-, aunque Estados Unidos se valió luego de la firma de tratados bilaterales de libre comercio y otros proyectos antagónicos para consumar sus designios, logrando sumar ya a varios países a su órbita, los que trabaron nuestro proceso de integración y el avance de las políticas contra-hegemónicas. Seguir ese último camino es renunciar a definir un rumbo propio y someterse a las políticas y decisiones estratégicas de Estados Unidos, comulgar con una visión del mundo que amenaza con destruir el planeta, y que promueve nuevas guerras en un siglo que debería estar ya libre de ellas, como lo planteara Evo Morales en sus “Diez mandamientos parea salvar al planeta, la humanidad y la vida”, presentado ante la Asamblea de las Naciones Unidas, acaso el documento más sabio que surgió de América dirigido al mundo entero.

La cultura de Nuestra América es más cercana a la occidental que otras culturas del mundo, pero esto no debe confundirnos, ya que no somos en realidad parte de Occidente y no lo seremos por más esfuerzos de entrega y mimetismo que realicen las burguesías nacionales, pues los pueblos seguirán siendo fieles a sí mismos, y lo único que se logrará con ello es ahondar la brecha interna. El ALCA no fue más que el panamericanismo reformulado en términos de mercado. La vía propia pasa hoy por el fortalecimiento de la UNASUR y la CELAC en lo político, económico y cultural, algo que parece resurgir. UNASUR ha demostrado ya una actitud muy distinta a la de la OEA –organismo que ha perdido todo prestigio, por ser un anquilosado instrumento del panamericanismo que ha legitimado siempre la política norteamericana y hasta golpes de estado e intervenciones militares. En la cumbre de Cusco, los jefes de Estado se mostraron de acuerdo en que la globalización profundiza las asimetrías, y que es preciso avanzar hacia una integración con rostro humano, firmando un Nuevo Contrato Social Suramericano.


En enero del año 2001 se realizó en Porto Alegre, Brasil, el primer Foro Social Mundial, proyecto originado tiempo atrás en una reunión celebrada en la selva lacandona, Chiapas, cuyo objetivo era cambiar el mundo sin tomar el poder, con lo que se definía ab initio por la no violencia. Su fecha coincidirá desde entonces con el Foro Económico Mundial, que se reúne anualmente en Davos, Suiza, desde 1971, el que ha sido una instancia estratégica para el desarrollo e imposición a nivel global del pensamiento neoliberal que asoló nuestros países. Entre la reunión de Chiapas y el primer foro se dio una secuela de manifestaciones anticapitalistas y contrarias a la globalización, que tuvieron lugar en Seattle (1999), Washington, Praga y otros sitios, donde se hizo evidente el rol protagónico de nuestros pueblos en la gestación de un mundo nuevo. Tanto en ese primer foro como en los que vinieron después, se enriquecieron también de un modo significativo las tesis latinoamericanistas, aunque sin llegar aún a una definición civilizatoria.


En la mencionada cumbre de Mar del Plata, Venezuela propuso con firmeza la institucionalización del ALBA, o Alternativa Bolivariana de las Américas, como un desafío al neoliberalismo y la hegemonía norteamericana, en lo que sería la nueva formulación del latinoamericanismo. Si desde el ALBA se asumiera a Nuestra América como una civilización emergente, se habrá dado un gran paso a la faz del mundo. Las elites intelectuales seguirán mostrándose temerosas frente a esta opción radical, pero la presión de los pueblos, cada vez más excluidos tanto del presente como del futuro, abrirá la brecha profunda de la historia. Porque huelga decir que las crecientes diferencias socioeconómicas que produce la concentración desenfrenada de la riqueza constituyen un serio obstáculo a la inclusión social, como se observa ya en toda la región. Los que más tienen, los pocos que viven la fiesta del capitalismo neoliberal y exaltan el american way of life, no quieren en verdad liberarse de nada, y retozan como cerdos en el humillante chiquero de la dependencia, sin que les perturbe el sueño la destrucción de los valores culturales y el medio ambiente, y menos aún la creciente transnacionalización de la economía que ellos mismos propician, con la pérdida de control que esto implica de los resortes del poder, esa soberanía por la que millones de hombres se hicieron matar a lo largo de la historia.


Lo cierto es que ya las relaciones internacionales, hasta hace poco una sucia partida de póquer que se jugaba entre unas pocas potencias, se van tornando más complejas, en la medida en que varios países y civilizaciones emergentes reclaman un sitio en el contexto mundial, y sobre todo empiezan a aglutinarse para poner coto a la voracidad imperial de Occidente, como el mismo Huntington lo percibe con preocupación.


Las ideologías que pretendieron desmontar las ideologías políticas, proclamando un supuesto fin de la historia, hoy mueven a risa, pues además de pavimentar la alienación de la economía y la cultura sirvieron para hacer posible una gran farsa trágica que deterioró sensiblemente la calidad de vida de miles de millones de seres humanos. Frente a un cuadro de tal gravedad, los países no occidentales recuperan las banderas de sus luchas anticoloniales para unirse contra Occidente, relegando a un segundo plano (aunque no siempre, por desgracia) los conflictos nacionales, étnicos, religiosos y culturales entre los pueblos, en la conciencia de que sólo la unidad podrá proporcionarles la fuerza suficiente para alzarse como alternativa capaz de hacerse respetar. Vimos ya hasta qué punto la irracionalidad domina a Occidente, y que poco le interesa a esta civilización modificar y ni siquiera retocar sus modelos para hacerlos más justos y viables. Por el contrario, redoblan su apuesta, así como su indolencia criminal frente a los serios problemas ambientales del mundo. Sólo le preocupa una acumulación y concentración de capital cada vez más vertiginosa y menos controlable por los organismos públicos, que explica el constante crecimiento de la brecha social y las migraciones forzadas por el hambre y los conflictos que genera el despojo.


El Subcomandante Marcos, en un artículo publicado en 1997 en Le Monde Diplomatique, sostiene que la globalización neoliberal debe ser entendida como una nueva guerra de conquista de territorios. La Guerra Fría, a la que llama Tercera Guerra Mundial, librada en el escenario del Tercer Mundo, fue a su juicio una guerra caliente, que produjo en esa “periferia” tan desdeñada 149 confrontaciones armadas, las que dejaron la cifra nada despreciable de 23 millones de muertos. La actual globalización neoliberal sería para él la Cuarta Guerra Mundial, que está cobrando la vida de millones de personas sumergidas en las penumbras nada espectaculares (porque ya los misiles son de otro tipo) de la pobreza, la exclusión y la desesperanza. No se trata ya de la larga confrontación entre capitalismo y socialismo, sino más bien entre los centros financieros y las corporaciones con sede central en las metrópolis, por un lado, y por el otro las mayorías del mundo, que van siendo declaradas “prescindibles”, y a las que se sustituye por robots y otras tecnologías avanzadas. Esta guerra tiene lugar no en escenarios claramente delimitados, sino confusos y cambiantes, y su intensidad es creciente. Se basa en la concentración de la riqueza y distribución de la pobreza, así como en la globalización de la explotación.2

La colonialidad del saber de las ciencias sociales llevó a naturalizar la cosmovisión neoliberal e instituir así un economicismo que ha convalidado un modelo civilizatorio único, que torna incluso innecesaria la política, al no plantear alternativas viables. Renuncian así a realizar un esfuerzo para buscar legitimarse frente a los otros modos de construir el conocimiento, dialogando de este modo con los diversos lenguajes: saben que de cumplir con esta exigencia científica se tornarían sospechosos ante los ojos de quienes reparten las prebendas. Se proclama el pluralismo cultural y hasta se muestra a menudo algún interés en recibir desde el mundo mal llamado “periférico” propuestas alternativas que inyecten sangre a su anémico sistema, pero los discursos que expresan esta diferencias son mirados con recelo y hasta como hijos de la superstición por el pensamiento académico dominante, pues se alejan de los paradigmas que adoptaron como universales sin que ningún cónclave mundial los haya reconocido como tales, y que se impusieron junto con el capitalismo.


Hasta ahora, el desarrollo científico-tecnológico no sólo está sirviendo al restablecimiento de formas de explotación que se creían superadas, sino que es asimismo utilizado para vaciar la herencia moral de la especie. Para incrementar la productividad no hace falta destruir la base territorial de la economía, arrodillándose ante la globalización y los organismos internacionales de crédito, como tampoco hace falta arrasar el sustrato espacial de la cultura para ser un verdadero ciudadano del siglo XXI. Por el contrario, nuestra única forma de serlo es definirnos de una vez por todas como civilización y actuar como tal, meta que exige pisar firme en nuestro propio espacio. Porque es desde el espacio recuperado que accederemos al gran tiempo. Éste, y no otro, será nuestro verdadero aporte a una humanidad plenamente consciente de sí misma, que permita coronar la ya larga y sangrienta aventura de la especie, una racionalidad que desemboque en una auténtica solidaridad y no en el más crudo individualismo. Creo que estas ideas están de nuevo madurando en el árbol de nuestra triste historia, y cuando maduren, como decía Darcy Ribeiro, al igual que los mangos caerán en todas partes al mismo tiempo.

NOTAS


1. Cfr. Walter Mignolo, “La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad”, en La colonialidad del saber: eurocentrtismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, CLACSO, 2005; pp. 69-70.

2. Ver Fernando Coronil, “Naturaleza del poscolonialismo: del eurocentrtismo al globocentrismo”, en La colonialidad el saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, op. cit., p. 95.


 


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