POEMAS PARA LEER DESPUÉS DE MEDIANOCHE
Escritos por Adrián Ferrero

Pintura. "Destructurar". Autora: Azucena Salpeter - escritora y artista plástica argentina
Castrati
Cantó con registro de soprano
cierta sonatina de Scarlatti
de esas que le gustan
a Margo Glantz.
Rapsoda eunuco.
Ocurrió cuando tenía apenas cinco años.
A tal edad no se conoce la gloria
de las mujeres con esclavas en los brazos
ni el color de la seda sobre el vientre,
ni las sandalias de cuero de jabalí con cascabeles.
Cuentan que lo aplaudió de pie
la Corte entera de Luis XIV.
Pero eso sí,
con la reticencia y los remilgos suspicaces
de quien aclama a un plebeyo.
Al fin y al cabo
él era un paria sobre el escenario
de un paraíso profano
pero tenía un talento olímpico.
Solo por eso se lo adoraba.
Los reales fuegos artificiales se dejaban oír
en tanto él procedía a guardar su canto
en una cajita de piel de camello.
Su padre fue un manager idiota,
lo más parecido a un Mr. Hyde
con sobrepeso y con gota
que lo acompañó por el sendero
que conduce derecho a la pena negra.
La repulsión hacia el deseo
de carne de mortal
lo volvió primero casto.
En cambio,
esa adoración aparentemente irresistible
se volcó hacia otros excesos.
Pretendió ser todopoderoso.
Ser el dueño del soplo de la palabra.
¡Dios mío! Un imberbe.
Ese fue un traspié grave.
El mismo
que como el mar
borra a una hilera de huellas
de gaviota.
Todo había acontecido
cuando apenas tenía uso de razón.
Claro, estaba en manos
de la ambición ajena.
Luego comenzó a romper con facilidad
tazones de loza color ciruelo
durante el desayuno
sobre las lajas cepilladas
por la servidumbre.
De modo que comenzaron a crujir
cuando las tomaba entre sus manos
(¿por su canto acaso?)
en tanto engullía como cancerbero
miga de pan
untada con mermelada de damascos.
Comenzó a evitar
a los ibis, los flamencos y los cisnes,
todas aves nobles,
que ningún mortal
debería permitirse repudiar
porque no conocerá las delicias
de una vida apacible.
Olvidaría entonces
del manantial hasta los bañados
el rastro de las magnolias.
Pero ya era tarde
Llegó incluso a odiar el canto.
Y bebió de un oporto prohibido
hasta quedar ebrio
y sentir lo más triste:
que ni vivir vale la pena
ni quitársela tampoco
El palacio de cristal
En Pekín,
es cierto,
se cuecen castañas.
Se las sala
con el producto refinado
del salitral
todo de cristal
ubicado en los cardinales
porque todo lo abarca.
Circunda la ciudad,
como si fuera un lazo.
Por su sutileza
es como un jardín de invierno.
Nieve o cirro,
cumulus limbus,
azúcar para platos agridulces
con puerco
preparados en los alrededores
de la Gran Capital.
Es por eso
que los suburbios de Pekín
son tan codiciados
por los mercaderes.
En tanto la ciudad duerme,
la usura recoge
su materia prima
que luego será refinada.
Esa es su celada
que en verdad es infracción.
No se puede corromper
territorio natural
que está en peligro.
Al día siguiente
ya estará lista,
cubriendo como un manto
el oleoso alimento.
Precisamente es la Feria-del-mediodía
que se abre los días sábados
y se cierra los días sábados.
No conocen el descanso
los comerciantes
¡Escándalo!
La sal fina
se mide en balanzas de oro
de dos platillos.
Se espolvorea
como azúcar impalpable
sobre los alimentos
(no solo las castañas)
El salitral brilla
como una luna blanca.
Es otra clase de ciudad.
¿Un palacete?
Porque a diferencia de Pekín
carece de mercado,
carece de comerciantes,
carece de familias,
carece de mandarines.
El salitral-de-la-blanca-luna
ampara a poca fauna
ampara a poca flora,
ampara a pocas rocas,
pero su producto,
(caro)
es exquisito
Compensa ampliamente
la melancolía
de esa soledad sinfín.
Y escúchenme:
dije sinfín, no sin fin.
Son solo dos palabras,
dirán ustedes
con sorna.
Pero puedo asegurarles
que no todas las palabras
dan lo mismo.
Eso lo saben especialmente
los Grandes Poetas del Imperio.
No juguemos.
Estamos hablando
de la Eternidad.
En particular en China,
una patria
en la que cada frase
es una oración
que se pronuncia en Silencio.
Nuevo comienzo
a mi hija
En ocasiones me dije:
“quisiera ser poeta”
(la porfía más secreta). La apuesta
más audaz.
También (convengamos)
la más
peligrosa.
En casos como este
conviene estudiar(se)
antes.
Ser un cobarde
toda la vida.
Hasta un
determinado día
en que uno decide hacer cenizas
todo lo escrito.
O se hace solo
sin hacerlo, todo fue
demasiado por dentro.
Se lo olvida para mejor.
Nuevo comienzo.
Día brutal,
que no se puede eludir
más. Ser descarnadamente honesto.
Pero después
no admitir
que ciertas escenas pasen
de largo
apresarlas como al jade.
Recordemos: sus vetas tan lujosas,
como un harem.
Ay, los nenúfares de Monet
que parecían tan bellos.
Eran demasiado inocentes.
Hizo falta
conocer a ciertas personas.
Un poeta
seduce con el arce.
El beso en eso
consiste el enigma del estigma
fogoso de un poeta.
Su sin-gu-la-ri-dad.
¿Ocultar que uno es un poeta
como la cicatriz al desnudarse
antes de hacer el amor?
Al igual que la esfinge
tu llave está
en otras manos.
¿el Idioma?
Abominar de ciertas palabras.
“El verbo Amar”
(sin desinencias).
Ahora sí lo dijo.
Amo la primera persona,
por fin.
Fin
Marguerite Duras en el tercer estante de caoba
Evocás
el tornasol de aquel ave de Guinea
que chisporroteaba
de modo inconfundible,
deambulando
por el parque agreste
de aquellos amigos de la infancia.
¿Te acordás?
Quedaste perplejo.
No. No lo recordás del todo ahora.
Pero también estuvo
la risa de aquella muchacha
cuando en el fugaz viaje a París
que hiciste en mayo de 2006
la escuchaste de modo inolvidable
en "La closerie des lilas"
cenando una baguette con pastrón
recitando un poema de Breton.
Ahora mirás a través del ventanal:
puro jade.
A tu hija no podés contarle estos secretos
porque ahora bebe
cerveza negra con sus amigos
en cierto bistro.
Tenés miedo.
El mundo se hace chiquito
como la punta de un remolino
que se cierra.
Acomodás los libros de Marguerite Duras
en el tercer estante de caoba.
Te diría que hasta lo hacés
con cierta prisa.
Fumás un puro.
La botella de cognac está vacía.
Eso te consterna un poco, no mucho.
Y después de cenar las espinacas
rociadas al limón
acompañadas de unos spaguetti
con salsa bechamel,
dormís, dormís.
El alba te despierta, invicto.
Apartás las sábanas
como se apartaría
a un mastín rabioso
y salís al jardín.
Aspirás la primera bocanada del día
ese vajido que te hace entrar
como por primera vez al mundo.
Mirta Rosenberg traduce a Marianne Moore, mientras cavila
Es la hora del lobo
y yo acá entre papeles.
¿Habrá algún polizón a mis espaldas?
Es que los animales de Marianne
son tan bellos, tan bellos
a medida que ella
los iba escribiendo.
Pero ahora
que ya están puestos por escrito,
¡Qué pena!
Su osamenta,
su pelambre viscosa
se ha petrificado.
Tal vez sea el caso de la serpiente
(presiente que lo anunciaron
las aves del Paraíso).
Ella me conquistó.
Ya no creo en un Edén,
Ahora vivo en Flandes.
Helénica pagana
como Helena.
La otra etapa
que con tapa,
la contratapa de H.D.
escribí cierto otoño
color ciruelo.
El mundo salvaje galopando el pecho.
Estos mandriles de Marianne,
sus mandalas sagrados.
Antes parecían
una burbuja
a punto de estallar
hacia adentro.
Todo guarda
cierto aire
a la lata de baibiscuit
de mi abuela en el ghetto.
Sí me alojas
tu mano se asemeja
a la rabia del rabino.
Mis hijos son los que
acompañan ahora,
los dolores del parto
ligeramente distinto
(la madurez tiene esas cosas).
Alumbro el calambre,
el calamar escupe su uña.
Solo decirte esto.
Todo hacía suponerlo.
Los astros, Dios, Jehová,
la Pitonisa, Eleusis,
tomaron cartas en el asunto.
Acaté acá a Hécate.
Es una dama tan sobria,
tan dulce, tan dulce
y tan amarga.
Hiel pura.
Su miel mi piel acidulada.
Seguiré con Marianne
Apenas voy por la segunda estrofa
de mi historia
(porque sus poemas son un relato).
Apenas vuelvo a empezar mi vida
siendo una mujer
que ya dobla
los cincuenta años.
Y vuelve a nacer.
Papel de arroz
Ha regreso el poema a esta casa
lo que significa
que me ha vuelto el alma al cuerpo.
Una cierta clase de respiración
se desliza sobre la página que recibe
mansamente
esa pátina de tiempo
que parecía extraviado para siempre
¿Podría llamarse a esto un hálito?
Indudablemente.
Podría ser estertor
susurro, bostezo, gemido
El boca a boca de un beso,
el estremecedor llanto
de un adolescente
que está naciendo en un parto difícil.
El hálito se expande
como el río se expande
como las nubes se expanden
como el pecho, agreste
galopa por amor.
Y mientras riego las últimas peonías
en este día de sol radiante
el invierno hace que brote de mi boca
un vapor blanco
como una hoja de papel
que compré en aquella aldea tirolesa
allá lejos y hace tiempo,
para escribirle
a la persona que más amo
no una carta
sino un poema para que sepa
que de su cuerpo a mi cuerpo
aún si hubiera distancias inevitables
el beso permanecería intacto.
Como destino,
como caricia delicada
de papel de arroz
en el que escribo
las iniciales de ella,
con tinta china
como si fueran la firma
de un pintor flamenco.