Escrito por Isabel Hernández

PREÁMBULO
1
No es fácil transitar las rutas de la memoria sin que se crucen con los caminos de la fantasía. Los años pasan y lo vivido suena como un canto a capela y a veces como una plegaria.
La lengua griega tiene una palabra para describir una obsesión: póthos. Se trata del desasosiego que produce el deseo de lo ausente, de lo perdido para siempre, de lo inalcanzable. Es como decir que respiramos permanentemente en un páramo, en la periferia de la nada. No encuentro expresión mejor para la ausencia de los años vividos e irrepetibles. Las saudades del portugués también tienen esa carga, pero a mi modo de ver, albergan alguna esperanza de reencuentro o reconquista. En mi caso, y frente a todos los años y las experiencias vividas, no es así.
Nací en Argentina, dos años y medio después de la culminación de la Segunda Guerra Mundial. Por aquel entonces, mi país transitaba desde ser el granero del mundo, a una incipiente y forzosa industrialización para sustituir las importaciones europeas. Los sindicatos fabriles habían forjado una alianza con un sector de oficiales jóvenes del ejército liderados por el coronel Juan Domingo Perón, quien comenzó a gobernar desde 1946, constituyendo una corriente laborista-nacionalista con algunos tintes propios del fascismo en boga, que posteriormente adquirió el nombre de peronismo.
Junto a mi familia obrera y peronista, sobreviví a varios Golpes de Estado, desde el frustrado intento del año 1951, liderado por General Benjamín Menéndez, hasta el que instauró la criminal dictadura de 1976, pasando por los levantamientos cívico-militares de 1953, 1955, 1962 y 1966, todos ellos en la República Argentina. A esto, tengo que agregar la interrupción de la democracia boliviana de 1971 y el genocidio de 1973 en Chile, ya que me encontraba residiendo en esos momentos en tales países por motivos laborales.
Bastante insólito. He sido testigo de siete u ocho golpes o intentos de golpes de Estado. Demasiados golpes para una sola vida. Porque también me tocó estar como turista en el departamento del Cuzco (Perú) en diciembre del año 2022, mientras en Lima sucedía el derrocamiento del presidente Pedro Castillo.
No puedo dejar de mencionar que también padecí la irracionalidad de la guerra de las Islas Malvinas en 1982, y que concurrí por primera vez a las urnas para emitir mi voto recién a los 37 años, porque antes de cumplir esa edad los llamamientos electorales estaban proscritos. Es decir, soy un ejemplo muy endeble del ejercicio de los básicos derechos democráticos.
Conocer la disciplina seca y restrictiva de los gobiernos autoritarios militares, la crueldad, esa atmósfera de miedo, esa humillación que supone cualquier verticalidad, me llevó a vivir al día, absolutamente sola bajo el cielo, hasta que el tiempo logró que me sintiera insustancial.
¡Más dictaduras que democracias!... Durante el siglo XX en Argentina hubo seis golpes de Estado: 1930, 1943, 1955,1962, 1966 y 1976. Fueron 25 gobiernos militares en 53 años. Un dictador cada 1,7 años.
Como expresara el poeta chileno Enrique Lihn: el autoritarismo produce censura y autocensura. En Chile nació la parálisis de la palabra, la palabra vacía: “Lo que ha significado la dictadura cívico-militar chilena de los años ’70, está todavía ligado a la realidad de este país de monstruos. Ocurre que determinados defectos, cuando se los exacerba hasta ciertos niveles llegan a la monstruosidad. Asumo que la palabra monstruo puede ser bastante dura, pero me parece pertinente”.
Yo sé muy bien que no van a volver aquellos años oscuros, que las políticas de sometimiento han asumido otras estrategias, tal vez más sutiles, pero igualmente nefastas. Hay quienes opinaron, tal vez ingenuos o ilusos, que los efectos de la pandemia del COVIC -19 escondían el potencial de conmocionar a las sociedades para que adoptaran nuevos y mejores estilos de vida. En algún momento también me ilusioné.
De algún modo no fuimos capaces de concebir la devastación que estaban significando los cambios políticos radicalizados hacia la derecha y la ultraderecha: la inequidad acentuada, la manipulación de la información política, el poder de las palabras engañosas, las promesas atrevidas e improbables, el consumismo o las falacias libertarias a las que actualmente estamos sometidos.
Las nuevas derechas desafían a las fuerzas progresistas y de izquierda en todo el mundo, en un contexto de crisis del capitalismo liberal y democracias que se fragmentan, ya sean democracias plenas, directas o representativas y delegativas. Tal vez sean las nuevas voces emergentes: feministas, ecologistas, de solidaridad comunitaria, los que lancen un llamado a cuidar y profundizar la democracia en todos los espacios de la vida social.
No lo sé.
Pero todavía quiero y puedo tener esperanzas.
2
En esta segunda década del siglo XXI, debemos enfrentarnos a un frágil progresismo político, y a la ola del ascenso de la ultraderecha y el liberalismo a ultranza en varios países de América, con democracias amenazadas y los desmedidos ajustes económicos que este fenómeno conlleva.
Si a esta situación le sumamos la expansión del crimen organizado, el tráfico de armas y drogas, el aumento de los femicidios y la extrema violencia en los adolescentes, la devastación del medio ambiente, las migraciones ilegales y todas sus derivaciones, la marginación de las mujeres y los pueblos originarios, hasta el impacto indirecto de las actuales guerras, masacres y genocidios, y la incautación del ciberespacio, el escenario de América Latina y El Caribe se agrava exponencialmente. Así, nuestras sociedades están agobiadas por las mafias políticas corruptas, la manipulación de los medios de comunicación y la complicidad, mutismo o inoperancia de varios de nuestros estados nacionales.
En este sentido, el triunfo del Partido Republicano en USA consolidó una amplia franja ideológica que va desde la centro-derecha hacia la extrema derecha y que incluye a neoliberales, neoconservadores, populistas, nacionalistas, desesperados, aislacionistas y antiglobalistas, a los que se suman distintas corrientes que no dudan en proclamar a viva voz el supremacismo blanco, el racismo y la xenofobia antimusulmana tanto como el antisemitismo. Un fenómeno que también engloba a segmentos de la población estadounidense insatisfechos con las élites progresistas.
El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, con sus mensajes hiperbólicos y sus exabruptos, remodela la política exterior de Estados Unidos, promoviendo cambios potencialmente radicales mientras las guerras y la incertidumbre se apoderan de grandes partes del mundo. Trae malos presagios para Ucrania, ahoga la esperanza palestina de sobrevivir al genocidio israelí, abre brechas en la OTAN, plantea incógnitas en la relación con Rusia, levanta inquietud en China (guerra económica arancelaria) y se suma a la ya abundante literatura que habla de la similitud del momento actual con el nacimiento del fascismo en la Europa de entreguerras.
El periodista Jimmy Kimmel, lamentando la victoria de Donald Trump, aseguró que el martes 5 de noviembre del 2024 había sido una noche terrible para todos los estadounidenses. Y agregó: “También fue una mala noche para todos los que votaron por él y para todos los que vendieron lo que les quedaba de alma para arrodillarse ante el señor Trump… solo que aún no se han dado cuenta”. Asimismo, afirmó Roberto Russell: "En estos casos, la calidad de la democracia ocupa un lugar secundario y la idea de la concentración del poder aparece como algo vital para poder llevar a cabo reformas que implican un gran cambio",
En esta línea, el presidente argentino Javier Milei decidió esa misma semana retirar la delegación argentina de la cumbre del clima COP 29 en Bakú, Azerbaiyán, con el argumento que las "políticas que culpan al ser humano del cambio climático son falsas y buscan recaudar fondos para financiar a vagos socialistas".
En la Conferencia Para la Acción Conservadora (CPAC-entidad nacida en USA) hace unos cinco años, realizada en diciembre de 2024 en Buenos Aires, se insistió en la necesidad de dar una batalla cultural contra el socialismo: no solo se trata de avanzar con un modelo económico y político de ultraderecha, sino que es imperioso implementar una férrea batalla cultural contra las perspectivas de izquierda. Paralelamente ahoga, persigue e intenta desmantelar los organismos de DDHH y proscribe los proyectos de investigación en ciencias sociales y ambientales dentro de los organismos de ciencia y tecnología.
Unas semanas después, a través de declaraciones erráticas, Elon Musk, el multimillonario y extravagante propietario de X e influyente asesor de Donald Trump, jefe del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental, insiste en esa batalla cultural y hasta se atreve a interferir en las elecciones europeas. El propio Trump vocifera y pretende apropiarse de Canadá, parte de México, Groenlandia y el Canal de Panamá mientras sueña con expulsar de USA a todos los inmigrantes latinos. La ultraderecha de Hungría, Austria y Alemania aplauden y Netanyahu y los ultraortodoxos israelíes continúan el genocidio palestino.
Sensacionalismo, controversia y escándalo son los pilares de la política espectáculo del hemisferio norte, mientras suena y resuena en eco una ruidosa fórmula mediática para no enfrentar los grandes desafíos estructurales de la realidad de nuestros países latinoamericanos.
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La síntesis incompleta de estas turbias consignas ultraderechistas me lleva a observar el escenario mundial desde la perspectiva de quien ha padecido las limitaciones de la libertad personal que imponen los autoritarismos y sus flagrantes atropellos a la democracia y a la justicia social. “Más lucha que baile”, dicen que así describía Nietzsche la vida.
Por eso, me desafío a mí misma en este artículo por tratar de contar aquí lo que ya ocurrió, pero no como lo haría una historiadora. Tal vez consiga encontrar alguna manera de relatar aquello que marcó la vida de muchas mujeres, hombres y niños como puede hacerlo una mera sobreviviente, aquello que ya ocurrió, pero que, bajo fórmulas o modelos diferentes, podría conseguir iluminar lo venidero, el pronóstico de los malos tiempos que vienen o, simplemente, se trate de alertar sobre las consecuencias de la falta de conciencia crítica, de la pasividad o la desesperanza. Así, he querido que mis aproximaciones al actual y complejo escenario internacional, sea más literaria que académica, reflexiva, especulativa y en cierto punto autobiográfica.
También por esto, a veces me siento responsable, si no culpable, de comunicarme con los restos de un dialecto envejecido, que transita alternativamente por las rutas de la invención y por los caminos de la memoria.
En tiempos de engaño universal decir la verdad se convierte en un acto revolucionario: es bueno recordar a George Orwell en su Rebelión en la Granja: Sí, “en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”. Y, como el letal khamsin, aquel viento del este que en la desembocadura del Nilo atormentó siglos atrás a las tropas de Napoleón y más tarde a las de Rommel, así siento sobre mí la presión y el impulso de contarlo y de escribirlo todo.
4
ARGENTINA: Viernes 16 de septiembre de 1955
Mi padre salió a la calle y no supimos de él durante varios días y muchas noches.
Más tarde llovió. Llovió como nunca en Rosario, ciudad industrial mediterránea de la pampa argentina golpeada por las aguas del majestuoso río Paraná. Todo era agua estrellándose contra el suelo, como si las marejadas conocieran íntimamente nuestra desesperación, nuestro tormento, aguas feroces que desafiaban la gravedad orbitando en ráfagas oblicuas, aguas crueles que repicaban contra los cristales de las ventanas con la feroz ambición de hacerlos añicos.
Una y otra vez me quedo ensimismada trayendo a la memoria todo lo que pudo haber afectado mi destino aquel día. Casi siempre es así, una piensa o escribe algo cuando en realidad quiere contar otra cosa. Pero la única verdad es que yo sólo tenía siete años y viví aquellos tiempos de sobresaltos en una soledad viscosa, como tapada con una gruesa capa de mugre.
Una sublevación cívico-militar provocó la caída del gobierno del General Juan Domingo Perón y derrocó todos los poderes constitucionales nacionales y provinciales, para imponer una dictadura liderada por el General Eduardo Leonardi y el Almirante Isaac Rojas. Sus adherentes denominaron Revolución Libertadora. a aquel levantamiento sedicioso. Las FFAA antiperonistas, la Iglesia Católica y los Comandos Civiles ultracatólicos se convirtieron en aliados fundamentales del bando golpista que se conformó inicialmente con unas pocas unidades del Ejército y la Fuerza Aérea y prácticamente la totalidad de la Marina de Guerra. La operación contó con el apoyo de los partidos políticos de la oposición y los católicos de derecha que cobijaron a comandos civiles armados bajo las órdenes de los militares rebeldes. Tras una semana de enfrentamientos el golpe triunfó, con un saldo de más de 500 víctimas mortales.
Desde muy temprano en mi casa se escucharon noticias contradictorias en las diversas emisoras radiales. Recién a mediodía se supo que los golpistas controlaban ciertas guarniciones militares de Córdoba, Curuzú Cuatiá en Corrientes, San Luis y Bahía Blanca. La Fuerza Aérea parecía mantenerse leal al gobierno constitucional y no había noticias de la Flota de Mar. El presidente Perón había salido del Ministerio de Guerra alrededor de las 10:30 horas y no se conocía su paradero; se decretó el toque de queda y la población no podía aprovisionarse. En un comienzo, en Rosario, ningún disturbio alteró el orden en las calles, se suspendieron los espectáculos públicos y los partidos de fútbol. Las actividades de mi familia se paralizaron, todos nos sentamos junto al viejo aparato de radio aguardando noticias. Se supo que una emisora cordobesa rebelde bautizada como La Voz de la Libertad, defendida por ametralladoras desde el techo, fue objeto de fallidos ataques. Se dispuso que los golpistas, tanto civiles como militares, se identificaran con un brazalete blanco. En mi barrio yo no los veía, ni aun mirando todo el día por la ventana, yo no podía entender.
A mí me costaba mucho entender.
Los grupos leales al gobierno comenzaron a ofrecer resistencia en mi ciudad, en algunos lugares de manera organizada, en otros de forma aislada. Una mañana comenzaron a sobrevolar sobre Rosario los aviones de la Fuerza Aérea. Como en una pesadilla veo mi propia imagen en el patio de mi casa, mirando hacia el cielo con los labios entreabiertos y la mirada sumisa de un animal idiota. La percepción de una aniquilación total me pedía que levantase los ojos. Mi hermana y yo quitábamos las sábanas y los manteles de los tendederos; ya nada de lo cotidiano ondeaba con el viento.
El que ve se cree invisible.
Recuerdo apenas que en aquel momento me imaginé todo mi barrio aniquilado en pocos segundos, en el tiempo que se tarda en pisotear una hormiga. Me sentí como un pequeño animal que trataba de hacer un inventario de palabras aprendidas, pero un animal no sabe hacer el duelo con palabras, sólo queda con su furia adentro, con un extraño dolor físico.
El miedo me hizo sentir que no era más que ojos. Ni siquiera mis oídos aturdidos podían competir con mis ojos abiertos. Lo veía todo, seguía viéndolo todo y me costaba demasiado trabajo recuperarme de la incomprensión. Tal vez esa incomprensión me permitió que aquella mañana de cielo gris surcado por el latido del pánico acabase, durante muchos años, en la nada del olvido. Pero mucho más tarde, por más que hubiera pasado el tiempo, por más que se perdieran las palabras, aprendí que el pasado no se disolvería para siempre; volvería en la nostalgia o en el constante oleaje de lo vivido.
Así se inauguró en mí, otro tiempo, otro calendario.
Cuando una aprende en qué consiste una masacre desde tan temprana edad, también aprende que hay algo indescifrable que se desintegra en su propio cuerpo.
No pude asistir a la escuela ni la jornada del viernes 16 de septiembre, ni tampoco todos los días de las dos semanas subsiguientes. Durante ese tiempo se intervinieron todos los establecimientos educacionales provocando una cesantía masiva de docentes, se intervinieron los principales medios de comunicación y la Armada suspendió la personería jurídica de más de un centenar de organizaciones y partidos políticos vinculados al peronismo, al comunismo y a la izquierda socialista.
La Escuadra de Mar a cargo del almirante Rojas lanzó su ultimátum: si el presidente Perón no renunciaba, bombardearían la ciudad de Buenos Aires y la destilería de petróleo de La Plata. Antes de obtener respuestas, el crucero “ARA- 17 de Octubre” abrió fuego desde una distancia de casi nueve mil metros que dio de lleno en los depósitos de combustible. Estallaron por completo disparando una infinidad de proyectiles y, tras esa demostración de fuerza y ante la posibilidad de una guerra civil, Perón renunció. La Confederación General del Trabajo fue intervenida, el cadáver de Eva Duarte fue robado de su sede junto a la destrucción de todos sus símbolos y se inició juicio de traición a la patria contra todos los dirigentes peronistas.
Por las noches, en mi casa todo era silencio. Se apagaban las luces muy temprano y se esperaba por horas la sintonía alterada de las radios uruguayas, era la única forma de conocer las versiones controvertidas de los sucesos cotidianos.
Mi padre aún no regresaba.
El domingo 18 de septiembre de aquel año fatídico de 1955, aparecieron los focos de resistencia en Rosario donde el peronismo tenía una amplia base social y durante siete largos días la ciudad soportó el asedio de los golpistas. El general Raúl Justo Bengoa, con refuerzos militares, armamento y municiones suficientes, sitió la ciudad. Las fuerzas leales a Perón, el Regimiento Militar II de Infantería junto a los trabajadores del cordón industrial, avanzaron sobre los sectores golpistas. La resistencia peronista rosarina fue una de las más activas del país; el golpe y la posterior represión cobró casi 300 muertos y miles de heridos, entre obreros del puerto, los mataderos, el frigorífico Swift, estibadores y muchas mujeres de las Unidades Básicas Peronistas y la Fundación Evita. Sin armamento ni provisiones, la resistencia tomó la ciudad levantando barricadas en las calles, impidiendo la circulación de los tanques golpistas. A la resistencia rosarina se unieron las de otras ciudades, como Mar del Plata, Tucumán, algunas guarniciones patagónicas y el conurbano bonaerense hasta que Lonardi se autoproclamó presidente provisional en Córdoba, centro de la conspiración. La contienda se extendió hasta el 23 de septiembre.
Una semana después, el día 30 de septiembre de 1955 moría James Dean en Cholame, conduciendo un plateado Porsche 550. El icónico actor de Hollywood falleció con solo 24 años, haciendo realidad una frase suya muy conocida: “Vive rápido, muere joven y deja un hermoso cadáver”. Una importante proporción de los jóvenes con conciencia política en Argentina siguió ese camino y capturó para sí esa imagen. Otros, los de los comandos civiles ultracatólicos, optaron por la violencia de hacerla realidad. Las grandes mayorías se cegaron con la divulgación de las imágenes y la obnubilación de las luces de Hollywood.
Lonardi gobernó por escasos meses. Durante su breve dictadura concentró los tres poderes del Estado en su figura. El general Lonardi fue derrocado por un sector liberal de los golpistas en una escaramuza palaciega, estableciendo en parte una nueva doctrina virulenta para los posteriores gobiernos de facto. Lo siguió Pedro Eugenio Aramburu.
Volví a asistir a mi colegio días después de que volviera mi padre a casa. Recuerdo haber visto en su mirada la tristeza más honda de todos los tiempos. Había heridas insondables en sus palabras como en sus silencios. Nunca he sabido qué clase de tinieblas poblaron los sentimientos de mi padre durante los días que se ausentó de nuestra casa. Sé que en algún momento a él y a sus compañeros los inspiró el anhelo de corregir el pasado, pero era tan inútil porque el pasado no tiene salvación. Al menos sé que todos ellos viajaron entre la tristeza y el orgullo deteniéndose en media docena de estaciones intermedias.
La memoria también es una construcción política.
Con tan pocos años de niñez a cuestas, parecía contentarme con presenciar como espectadora las cosas que sucedían a diario. Ahora recuerdo que Ana María Matute hablaba de “la generación de los niños asombrados”, para designar a todos aquellos a los que rápidamente se les acabó su infancia y se les truncó la inocencia de sus juegos “sin ni siquiera preguntarles”. Ella apenas había cumplido 11 años cuando estalló la guerra civil española.
Ver a mi padre derrotado y a mi madre y a mi hermana llorando, provocaba que en mi interior ocurrieran cosas tan terribles, tan inimaginables, que ya tenía suficiente con tener que convivir con ellas y no me quedaba energía para reaccionar a lo que ocurría a mi alrededor. La nostalgia de una época anterior más luminosa y la pena árida de aquellos tiempos de represión y de violencia, reinaba en mi casa tanto como en mis horas del colegio del barrio. Recuerdo el aula de mis clases como en medio de una niebla opaca, seca, del color del granito sin pulir.
Por aquellos días los golpistas entonaban la “Marcha de la Libertad”, la que fue impuesta obligatoriamente dentro de las escuelas. Su letra y musicalización destacaban por el tono reminiscente del himno franquista español: “Cara al Sol”. Yo no podía ponerme de pie para cantar, quería seguir haciendo lo que estaba haciendo y por más que me reprendieran me quedaba quieta como un lagarto, con los párpados entornados todo el tiempo que duraban los acordes de aquella insólita canción, ya afortunadamente borrados de mi memoria con el paso del tiempo.
La vida es corta. Los recuerdos dan vuelta antes de irse y dejan un rastro como de caracoles.
5
CHILE, martes 11 de septiembre de 1973
El escritor chileno Pablo Azócar nos advierte que “La nostalgia es un oficio peligroso… Y escribir es una batalla perdida contra la desesperanza”. Sin embargo, afirma que es preciso ejercer ambas prácticas porque de lo contrario nos limitamos al horror de la inexorable realidad.
¿Es posible acceder al olvido por decreto? ¿O es una traición a la confusa verdad de la memoria? Para mí, la escritura es un pozo insondable que guarda todo lo que me tocó vivir.
Los sobrevivientes no suelen soportar el agobio de su privilegio. Se trata de la supuesta prerrogativa de haber sobrevivido años y décadas con la necesidad imperiosa de dar testimonio de aquello que muy pocos están dispuestos a recordar.
Los sobrevivientes somos las personas más solas de este mundo.
Hay acontecimientos que parecen perderse en la memoria, que están enmascarados, como si nunca hubieran ocurrido, como si se tratara de algo que soñamos, algo que oímos en algún lugar o que les sucedió a otros. Pero todo vuelve alguna vez, todo regresa como si estuviera ocurriendo en el presente y más tarde se marcha hasta volverse más distante y extraño, como si hubiera acontecido en un sueño.
Sin embargo, todo es único y todo cabe en una única existencia.
Hay noches en las que pienso que cincuenta años es mucho, otras en las que me despierto sintiendo que cincuenta años no es nada. Inmediatamente recapacito y recuerdo aquello de Primo Levi: “Nosotros, los que sobrevivimos en los campos no somos testigos verdaderos. Quienes tocaron fondo, los auténticos, no regresaron o regresaron sin palabras”.
Recién ahora puedo retejer los puntos que enredaron las horas de aquel día, martes 11 de septiembre de 1973, como si fuera una gruesa manta de lana. Tenía apenas 25 años. Mis sueños de una sociedad más equitativa y mis anhelos de mayor justicia para las mujeres trabajadoras abrían mis expectativas como quien abre las ventanas y deja que el viento y los rayos del sol ventilen y entibien la búsqueda, las esperanzas.
De tanto recordarlo, una y otra vez, durante tantos años, he conseguido revivir algunas imágenes que quiebran las máscaras de mi memoria. Me senté en la cama, vibró su mimbre de Chimbarongo, la habitación era chica de paredes blancas y muy pocos muebles. Me pareció que todo olía a rancio. Tenía frío, enredé mi manta de chakanas en los pies desnudos. Me temblaban las manos.
Necesitaba separar mentalmente la pulpa del hollejo y lo hice con una fuerza que venía creciendo cotidianamente de tanto domar huracanes, de tanto respirar en pequeñas dosis y muy lentamente, el veneno de la derrota.
Entrelacé mis dedos. Recuerdo la imagen. Apreté mis manos y las hundí en la lana de aquella manta que me había tejido mi compañera Relmu en Lumaco, las hundí hasta que desaparecieron entre la espuma de las hebras. Y supe que pronto todas mis amigas y compañeras dejarían de tejer ilusiones y que mis manos aprenderían a gritar o a callarse hasta que los nudillos dolieran. Mis dedos también se transformarían en puños apretados cuando la impotencia se apoderó de todas y de todos.
Mis manos. Manos jóvenes, abiertas y dispuestas a la alegría, pero que de un día para otro se transformaron en nudos de rabia, en racimos insalubres de impotencia.
Había estado largo tiempo con mis manos firmes y unidas a las de las compañeras, a las de los jóvenes militantes de Calzacuer, de Quimantú y de todas las industrias de la Avenida Santa María. Desde el viejo puente metálico Pío Nono hasta la mina La Disputada, estuve allí con las y los militantes de casi todos los centros combativos del Cordón Industrial Mapocho Cordillera a quienes había visitado semanalmente y había escuchado. A esas que también había contrariado o con quienes había compartido diferentes propuestas políticas. Recuerdo mis manos, su ligereza y su expresividad de joven entusiasta.
Las manos que tiempo después dejaron de entrelazarse para reclamar por quienes murieron, por los torturados, por los desaparecidos. ¡Tantas caricias sin destino que dolían en esas manos y que se negaban a aceptar lo que había pasado, lo que estaba pasando!
El martes 11 de septiembre amaneció muy temprano, más temprano que nunca, respiré un aire ingrato, una extraña dosis de alquimia que presagiaba el miedo, el mutismo, la paulatina apertura de las puertas de un infierno todavía desconocido.
Logré sacudir el frío, el temblor, el miedo. Bajé los escalones de dos en dos, desde el dormitorio a la cocina, calenté agua y me preparé un té aguado mientras miraba la penumbra del pequeño patio de atrás de mi casa. En el refrigerador había unas paltas maduras y una gelatina del día anterior, pero no había tiempo, no había ganas de vivir, no había ganas de comer, no había nada que hacer allí. Subí rápido a vestirme.
Desde los últimos días de junio de aquel año aciago, vivía en alerta y comenzaba a deshabitar lo cotidiano, hasta que, sin haberse cumplido siquiera los tres meses de “El Tanquetazo”, amaneció la imborrable mañana del 11 de septiembre.
No puedo recordar la hora exacta, tal vez las 6 am, pero supe que aquella mañana el amanecer fustigaba la transparencia de las persianas de mi dormitorio, en el segundo piso de mi casa en Santiago. Aquella casa minúscula de madera, lindante al fondo de un callejón interno del barrio de Providencia, cerca de la costanera del río Mapocho.
Lo que puedo evocar con certeza es que sostenía el tubo del teléfono con la mano derecha y con la izquierda sintonizaba la vieja radio a transistores que tenía sobre mi mesa de luz. Por la ventana alcancé a ver los techos grises de las casas de enfrente del pasaje y un gorrión saltaba de placa en placa, despacio, en silencio. Un compañero había recibido cierta información y trataba de comunicármela por teléfono, me retransmitía órdenes contradictorias, me informaba sobre el uso de consignas y contraseñas políticas mientras la ansiedad y las limitadas posibilidades del lenguaje telefónico explotaban en mi cabeza y deshacían mi entendimiento con la fragilidad de un cristal.
Colgué con dificultad el auricular sobre la horquilla, apagué la radio y me senté otra vez al borde de la cama con la gravidez de un pobre pájaro que siente sus alas cortadas en pleno vuelo.
No me vestí de verde oliva para salir a la calle. Aquella mañana llevé la camisa en una mochila. Hacía tiempo que venía haciéndolo por precaución, así como envolvía con otros papeles los periódicos, para que los vecinos no registraran el carácter político de mis lecturas. Mi relación con el vecindario era casi nula.
Recuerdo todo como en una película de planos largos, de tiempos muertos, de recorridos por espacios vacíos e impersonales, sin saltos inesperados, como una repetición y otra repetición de la misma idea.
Tenía que contactar a mis compañeros, tenía que reunirme en Bellavista con ellos, ahí en la precaria sede de la Coordinadora del Cordón Mapocho Cordillera. Quisiera recordar por qué calles caminé, qué avenidas crucé, qué veredas estaban vacías. Es imposible, no puedo recordarlo.
La memoria juega con máscaras, juega todo el tiempo.
Aparte de trabajar voluntariamente los fines de semana en el Cordón Industrial Mapocho Cordillera, me ganaba la vida impulsando el Programa de Movilización Cultural del Pueblo Mapuche en Wallmapu, desde la Facultad Latinoamericana de Ciencia Sociales (FLACSO). Recorría en forma permanente las comunidades fundando centros de alfabetización en mapudungun y español y viajaba en tren o camioneta de ida y vuelta todas las semanas a la sede temucana de aquel apasionante y agitado proyecto que se desarrollaba en las provincias de Cautín y Malleco. Lluvia, botas embarradas y la felicidad de estar revitalizando la lengua original, aunque fuera bajo el acoso del tristemente célebre Comando Hernán Triziano y los descarrilamientos y las explosiones viales provocados por la organización de ultraderecha Patria y Libertad.
Mi tarea periódica en el Cordón Industrial consistía en implementar lo que entonces se llamaba la disciplina del centralismo democrático en todos los comités de las empresas del Área de Propiedad Social. Es decir, llevar en documentos cortos y precisos, las informaciones y resoluciones de la Coordinadora de los Cordones Industriales, para que su contenido fuera debatido por las y los trabajadores y así recoger las opiniones y sugerencias sobre cada acción política específica. Los escritos de cada núcleo local, a su vez, eran enviados y discutidos en cada nivel central de coordinación.
Los Cordones Industriales eran órganos colectivos de Poder Popular. El primero de ellos fue el de Cerrillos Maipú y se constituyó en Santiago el 19 de junio de 1972, cuando la industria conservera Perlak fue tomada por sus trabajadores para exigir que pasara al Área de Propiedad Social del Estado. Poco tiempo antes había nacido el Comando Coordinador de las Luchas de los Trabajadores de los Cordones Industriales, y poco tiempo después se consolidaron otros órganos similares de poder popular organizado.
En septiembre del año 1973 se encontraban establecidos y articulados, más de treinta cordones industriales a lo largo y ancho del país, ocho de ellos en Santiago. Todos se establecieron por la voluntad independiente de las y los trabajadores. Su formación se extendió y multiplicó como respuesta al sabotaje y a las huelgas organizadas por los gremios empresariales, cuyo objetivo era la desestabilización del gobierno de Salvador Allende y la obstaculización de su programa político.
Cada Cordón Industrial consistía en un grupo de compañías o fábricas del Área de Propiedad Social que coordinaban el trabajo de las y los obreros de una misma zona, a través de una economía solidaria, de apoyo mutuo y protección activa. La batalla de la producción fue una de las grandes consignas de los Cordones Industriales con el fin de dar respuesta al paro patronal de octubre de 1972, cuando se hizo evidente el boicot que generaron los partidos opositores para acrecentar en forma artificial el desabastecimiento de productos que no alcanzaban para responder a la mayor capacidad de consumo, el incremento de los salarios, el congelamiento de los precios de la canasta básica y otras reformas económicas beneficiosas para la mayoría de la población.
La naturaleza independiente de los Cordones Industriales, órganos de poder obrero, llegó a opacar la fuerza de las directrices de ciertos sindicatos oficiales, de la Central Única de los Trabajadores (CUT), del liderazgo del Parlamento y de los partidos que formaban la coalición de la Unidad Popular.
A las 8.30 am de aquel aciago martes 11, estuve en la sede local del Cordón Mapocho Cordillera. Éramos muchas mujeres y todas queríamos cumplir el llamado de la Coordinadora Central de los Cordones de cuidar las fábricas y la administración de las empresas. Un par de horas más tarde recibimos la orden partidaria de concentrarnos en el Ministerio de Hacienda, el supuesto búnker político del dirigente Clodomiro Almeyda Medina. Desde las ventanas de aquel edificio vi arder La Moneda.
Recién en el año 1991, la Comisión Verdad y Reconciliación, reconoció que:
“El conjunto de actos violatorios de derechos humanos por parte de agentes del Estado, se comienzan a producir desde el mismo día 11 de septiembre, con la detención y posterior desaparición o muerte de algunas de las personas que se encontraban en el Palacio de La Moneda, en algunos recintos universitarios o industriales, como ocurrió en la Universidad Técnica del Estado o en las fábricas de los denominados Cordones Industriales. Estas sedes fueron allanadas por efectivos militares, procediéndose a la detención de todas las personas que se encontraban en ellas”.
Nada ocurrió según lo esperado, y ni los dirigentes ni los militantes lograríamos superarlo nunca. Las órdenes políticas consistieron en una sola palabra: Desmovilización. Solo algunos integrantes aislados de los grupos de francotiradores desobedecieron las disposiciones de los comités centrales de los partidos de la Unidad Popular. Sobre todo, fueron las y los compañeros de los Cordones Industriales y de las JAP (Juntas de Abastecimiento y Precios). El resto de los militantes volvieron a sus casas, verdaderas jaulas a las que las patrullas militares abrían a punta de golpes, patadas y culatas de fusiles que eran capaces de romperlo todo para llevar a sus habitantes al Estadio Nacional, a otros lugares de encarcelamiento clandestino o simplemente hacerlos desaparecer a tiros en cualquier sitio, en medio del silencio impuesto por la implantación del Estado de Sitio y el Toque de Queda.
Horas después hubo un nuevo llamado a la desmovilización. Volví a la sede del Cordón Mapocho Cordillera y allí recibimos la orden de regresar a nuestras casas. Muchas compañeras no lo hicieron y al día siguiente fueron detenidas en otras fábricas del sector, donde se habían dirigido para coordinar la resistencia.
Pese a mi particular talento para quedarme corta de tiempo, aquel martes 11 de septiembre las horas parecían no transcurrir para mí. Después del balcón del Ministerio de Hacienda, frente a La Moneda, volví a Calzacuer y Quimantú donde las compañeras y los compañeros disparaban desde la terraza de los edificios.
Ya entrada la tarde supe de la muerte del presidente Allende y regresé a mi casa. Una revisión de las sentencias dictadas por los tribunales militares después del golpe de estado registra siete consejos de guerra que involucraron a cincuenta y cinco personas relacionadas con los Cordones Industriales, entre mujeres y hombres. Los demás resistentes sucumbieron sin juicio.
Pese a todo lo acontecido, sentía que aquel era un día inmóvil, el día más inmóvil de mi vida, hasta que un vecino vino a invitarme a una fiesta por el término de la dictadura marxista. Pensé que era una prueba crucial ante posibles denuncias, posteriormente constatas y asistí a un auténtico banquete para brindar por la supuesta libertad de Chile, el exterminio de las hordas terroristas y el quiebre definitivo de las cadenas del comunismo.
Múltiples manos muy activas y cuidadas sostendrían las copas cristalinas de un rebosante champagne francés.
De un extremo del colgador de mi ropero, un viejo armario de pocas prendas saqué el único vestido que consideré apropiado. Era de un fondo lila claro con flores pequeñas de color violeta oscuro, de una tela suave y delgada. Todavía me parece ver mi imagen en un ostentoso espejo de marco dorado que reflejaba la llegada de los invitados a la casa de los vecinos.
Mujeres y hombres deslizaban sus pies bien calzados sobre la alfombra persa del salón de entrada, figuras imponentes, caras desconocidas, voces voluptuosas que avivaban al General entre aplausos dedicados a los uniformados de Chile. Con una copa en mis manos crispadas, mis manos todavía entrelazadas, me miraba y buscaba en aquel espejo algo que consiguiera encontrarse conmigo misma. Escuchaba frases que apenas lograba interpretar, trataba de sonreír y agradecer sin conseguir descifrar el sentido de cada palabra, el júbilo, los mensajes de triunfo. Necesitaba salir de mi ensimismamiento, necesitaba fingir, acercarme a los platos y a las copas sucias, comentar alguna banalidad lejos del contenido fanático de las voces de la concurrencia. No había comido nada durante todo el día y lo más simple era participar con disimulo del festín sin atragantarme, comentar frivolidades y protegerme. Lo que más recuerdo es que respiraba como con taquicardia, que la delgada tela de mi vestido lila palpitaba como reclamándome, exigiéndome la camisa verde oliva y en cierto momento me asusté, me pareció que todos me miraban y me vi envuelta en el calor de mi manta mapuche de chakanas.
Miré por una de las ventanas, palpé la oscuridad y el silencio del toque de queda. Esperé el tiempo prudente para volver a mi casa, desbaratar la fatiga, desanudar mis dedos, desenlazar las manos, destrabarlas, soltarlas. Soltar las manos y las lágrimas. Me tapé la boca para no gritar.
A la mañana siguiente, después del insomnio y los vómitos de aquella noche, dejé la cama, bajé lentamente los escalones y me alegré al ver las copas de vidrio vacías, limpias, intocadas, sin restos de burbujas, en el viejo armario de mi cocina.
6
¿Bastarán estos dos tardíos alaridos de mi memoria para ilustrar los estragos que dejaron en mí los gobiernos de facto, las prácticas autoritarias, el desprecio por la vida y la incertidumbre de una sobrevivencia en la que imperaron los recuerdos de la oscuridad y donde la violencia de los gobiernos de ultraderecha me llegaron hasta los huesos? Desde la infancia mi conciencia estaba atada a una especie de instante único y no conseguía percibir diferencias ante cada golpe de estado, ante cada gobierno represivo e inclemente y, cada uno de esos eventos, con sus enormes diferencias, lograron consolidar vagamente una imagen fija de mí misma, en un momento determinado. Una foto guardada en algún cajón del calendario de los años vividos.
Mis permanentes movimientos y diligencias no se debían la aceptación de la sociedad autoritaria en la que vivía ni a una madurez precoz, sino al cansancio y a la cobardía, como formas de pervivencia sin un rumbo claro. Hubo un tiempo en el que viajaba de un lugar a otro, sin brújula, como si dentro mío supiera que solo tenía una bala y que no podía fallar el tiro. Por momentos parecía una de esas plantas trepadoras que necesitan agarrarse a algo que las sostenga a falta de un soporte propio y esencial. Sabía que el miedo estaba clavado en mi cotidianidad como una astilla gigantesca y no veía el modo ni el momento de sacármelo. Así pasaron los años, no muchos, o tal vez sí, nunca lo supe.
Lo que nunca supe imaginar, por exceso de ingenuidad o falta de comprensión política o simplemente por negación, es que, al rozar mi octava década iba a revivir un avance tan feroz de la ultraderecha a nivel mundial.
¿Los gobiernos son de ultraderecha, pero sus votantes necesariamente también lo son? ¿Se trata de la muerte de la democracia en brazos de la multitud? Si es así: ¿cómo se justifica el llanto de este sujeto colectivo ante su amada criatura exánime?
Vivimos en los tiempos del Tecno-Feudalismo, somos vasallos de la nube, guiados por nubelistas, como nos explica Yanis Varoufakis. También lo llaman “tecno populismo post ideológico”.
Durante mucho tiempo fue la Iglesia la que había canalizado la rabia acumulada, luego fueron los partidos de izquierda y en la actualidad son los populismos de derecha con la potente herramienta de las redes sociales. ¿Qué son las redes sociales?: un tumulto desbordado de sentimientos, ideas, voliciones, propósitos, que deberían obedecer a un cierto sentido o a un determinado orden, pero eso nunca termina de realizarse, porque en el fondo todo está gobernado por un cúmulo de contradicciones eternamente irresueltas.
Una de las estrategias en común de los asesores comunicacionales de estos nuevos gobiernos, es generar cada día una controversia nueva que aglutine a la tropa propia y escandalice a periodistas y políticos opositores. Todos esos temas son luego viralizados en redes utilizando ejércitos de trolls hasta que toda la comunidad global entre en controversia sobre un tema que no es nodal y en muchos casos atraviesa ideologías. Pero esa locura carnavalesca está bien planeada por grupos de ideólogos y expertos en Big Data. Pero todo es mentira y, donde no existe la verdad, no puede existir la libertad.
En 2012 los dirigentes del Cinco Estrellas empezaron a tener canales de streaming en los que se daban noticias falsas encontradas en las redes seleccionadas por su popularidad. Así se fue creando una realidad paralela para los que sólo se informaban por esas vías. Ya en el año 2013 el blog de Cinco Estrellas tenía una sección dedicada a difamar, insultar, amenazar y perseguir a todos los periodistas que hicieran críticas, aun los más moderados. Lo mismo hizo el asesor Steve Bannon para Trump.
En Italia, como en los Estados Unidos de Donald Trump, en la Hungría de Viktor Orbán o en la Argentina de Javier Milei, el primer y principal efecto de las campañas de propaganda es la relajación del habla y el comportamiento. Muchos norteamericanos se enamoraron de Trump por sus insultos y agravios y también por sus contradicciones.
La vulgaridad y los insultos personales dejaron de ser tabú. Los prejuicios, el racismo, la homofobia, el sexismo, la denigración y las mentiras son una parte importante de esa nueva realidad. Todo esto se presenta como una guerra por la liberación de la palabra del pueblo que estaba oprimida por alguna “casta” política inapropiada.
A comienzos de enero del 2025 y desafiando la ley nacional de Memoria Democrática, el Movimiento Católico Español publicó un documento en el que llama "asesinos delincuentes" a las víctimas desaparecidas, torturadas y ejecutadas por la dictadura franquista. Otros activistas de extrema derecha vinculados a la Falange han menospreciado e insultado a los mártires (los denigraron como "15.000 hijos de puta"). Todo esto se puede leer en las redes sociales como antes se leían los libros sagrados.
El trabajo en redes se hace sobre emociones negativas porque se viralizan más, utilizando noticias falsas y teorías conspirativas. Se utiliza el escarnio para romper jerarquías, así la gente siente que puede burlarse del mayor intelectual o profesional y mejorar su autoestima. Acá se captan enojados por derecha y por izquierda, aunque luego se gobierne por ultraderecha.
Al azuzar la ira de cada grupo de interés sin preocuparse por la coherencia del conjunto, el algoritmo de los ingenieros del caos diluye las fronteras ideológicas y rearticula el conflicto político. Todo lo contrario del “auseinandersetzen” que, en alemán significa: desmenuzar, analizar en forma articulada las diversas facetas de un mismo concepto.
Geoffrey Hinton, reciente Premio Nobel de Física, ha venido advirtiendo de los riesgos que supone para la humanidad la tecnología que él mismo ayudó a desarrollar: “Tenemos que preocuparnos por una serie de posibles consecuencias negativas. En particular, la amenaza de que estas cosas se salgan de control". Al renunciar a Google, Hinton abogó por ponerle freno al desarrollo de la inteligencia artificial. "No creo que deban ampliar esto más hasta que hayan entendido si pueden controlarlo", dijo el catedrático.
Balaji Srinivasan publicó en su libro The Network State: How to Start a Country in 2022: “Imagínate que pudieras elegir tu ciudadanía de la misma manera que eliges tu membresía en el gimnasio”. Esa es una visión de un futuro no muy lejano planteada por Balaji Srinivasan. Balaji es una estrella en el mundo de las criptomonedas. Un emprendedor tecnológico e inversor que cree que prácticamente todo lo que los gobiernos hacen actualmente, la tecnología puede hacerlo mejor. Si las empresas emergentes pudieran reemplazar a todas las instituciones, razona Balaji, también podrían reemplazar a los países. Llama a su idea el “Estado red” o naciones emergentes. Así es como funcionaría: las comunidades se forman –en internet inicialmente– en torno a un conjunto de intereses o valores compartidos.
¡Los imperios y su tiempo de duración!... En 1820 Grecia proclamó su independencia del Imperio Otomano con ayuda de las naciones europeas. En 1840 lo hicieron los egipcios, luego los Principados del Danubio, los búlgaros y los rumanos; los serbios y los albaneses. Los armenios en cambio permanecieron pacientes. Pacientes, callados y sufrientes hasta el exterminio. ¡Otra tremenda deuda de la Historia!
¿Y qué hay de aquel enero de 1933, en el que un incómodo acuerdo entre la derecha y la ultraderecha alemana llevaron al poder como canciller a Adolf Hitler y allí comenzó uno de los más incendiarios procesos imperiales de calamidad y muerte? Nada dijeron en aquel momento los Estados Unidos de América ni las naciones europeas que más tarde tuvieron que constituirse en fuerzas bélicas aliadas y de paso destruir y masacrar a sus propios jóvenes voluntariosos. La valentía sólo resulta útil cuando negocia con la realidad, pero en aquellos tiempos nefastos los ojos cegados volvieron a ver la realidad cuando ya era algo tarde.
El 24 de septiembre de 2024, frente a los líderes de 193 países en asamblea, el secretario general de la ONU Antonio Guterres habló del pasado y de la propicia creación del organismo en 1948, tiempos de postguerra. Señaló que si durante la Guerra Fría, había líneas rojas y guardarraíles, en la actualidad no existen, ni tampoco tenemos un mundo unipolar. Definió el mundo actual como “una especie de purgatorio donde cada vez más países llenan los espacios de la división geopolítica y hacen lo que quieren sin rendición de cuentas". Se escuchó como el rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma, como diría la Mistral. La persistencia del genocidio palestino, las masacres en África, la guerra ruso-ucraniana son apenas unos nefastos y nítidos ejemplos.
Epílogo
Como en Macbeth, una palabra llama sutilmente a la puerta. Cuando se la escucha cabalmente, el trabajo oscuro, el acto miserable entre las tinieblas, ya se ha consumado. Se trata del fascismo.
Nos hace falta mantener la vigilia para defender la convivencia democrática frente al discurso del odio. Nunca es temprano para defenderla porque el horror avanza si lo subestimamos.
“Estamos yendo a toda velocidad hacia el pasado” dice Petros Márkaris. “La derecha avanza porque nosotros estamos retrocediendo” afirma Atilio Borón. Enzo Traverso define el momento actual como posfascismo, porque si bien no es equiparable al fascismo clásico, se advierten aspectos comunes. Hay una dinámica donde se traslada esta violencia física muy propia del fascismo al campo simbólico. Lo vemos a través de las redes sociales y las llamadas guerras culturales. Lo cual no significa que estas nuevas fuerzas políticas no puedan ejercer la violencia física, pero hasta el momento se ejerce de forma segmentada, no sistemática.
Un círculo: la violencia genera más violencia. No estamos obligados a repetir este ciclo siempre. Por supuesto que en medio de la situación actual no podemos esperar detener ese ciclo de una vez y para siempre. Lo que necesitamos ahora es evitar más escaladas y para eso hacen falta algunos gestos, algunas señales concretas de esperanza que por ahora no aparecen.
Los apáticos, los exiliados de este primer período de decadencia no son seres con privilegios. Los sobrevivientes de esta resistencia desigual que actualmente nos agobia se esconden en su propia soledad, cada uno sigue solo respirando su derrota, sin confidenciar su dolor. Tienen miedo, pero siguen poniendo en primer lugar sus preocupaciones personales o el limitado acceso a un consumo que les promete felicidad, hasta que comience a ahogarlos la falta de la más mínima libertad de expresión o llegue a irritarlos su propia apatía. Todo llega, tarde o temprano, y hasta la miopía más severa hierve de ira frente a la injusticia y la intolerancia.
La política democrática no ha sido capaz, pese a sus intentos, de introducir la movilización popular en la economía para romper el cerco que eterniza la inequidad, negándole al “pobretariado” como decía Fray Beto, una participación equitativa de la riqueza socialmente producida. Las crisis migratorias y de seguridad desplazaron las urgencias crónicas de la desigualdad y las aspiraciones de mejores condiciones de vida, pero no las hizo desaparecer, al contrario, las sumergió en amargura. En el descontento. La cultura cada vez más dominante en nuestras débiles democracias, implanta un imaginario en que un nuevo tipo de violencia es naturalizada y hasta promovida como mecanismo para prevenir las transformaciones sociales en beneficio de las grandes mayorías. Los dueños del capital ya no apuestan a un tipo de acumulación compatible con la democracia, sino justamente a un endurecimiento autoritario como garantía para conservar ese ciclo de acumulación. Creen en una élite tecnocrática que optimiza las ganancias con el liderazgo tecnológico, pero que no precisa de la democracia ni del Estado.
Todo esto es cierto y podemos entenderlo, está ocurriendo, pero la experiencia nos muestra el terror de autoritarismo, nos dice que, tras la muerte de la convivencia democrática, las sociedades entran en un gran vacío, un espacio negro donde nada es visible, un inaudible espacio de nulidad, la nada de la ausencia.
El mundo gira hacia la extrema derecha y los populismos de derecha se hacen cada vez más autoritarios y se apropian de los símbolos de los fascismos que los precedieron, ya nadie puede negarlo. Por supuesto, hay importantes excepciones europeas como el Reino Unido, España o Francia y también latinoamericanas como México, Chile o Colombia, en donde la izquierda no populista trata de afirmarse a pesar de todo. Pero las últimas elecciones en India, Italia, Alemania, Austria, Hungría y Argentina, o el regreso del trumpismo al poder en Estados Unidos, demuestran que mucha gente prefiere opciones verticales cuyas propuestas principales implican recortes de derechos y un desprecio por las instituciones y la separación de poderes y la prensa independiente.
El sistema de justicia penal y la política criminal han operado como dispositivos útiles al control y aislamiento de miles de personas sin recursos, circunscribiéndolas a espacios que permitan su invisibilidad. Por el contrario, en el sector de los recursos, bullados y sucesivos casos de delincuencia de poderosos son juzgados con indulgencia, explotando las vetas de la discrecionalidad procesal penal. Hoy tenemos en Estados Unidos de América a un presidente convicto, aunque sin condena.
Si en teoría sociológica y jurídica clásica el poder significa: “La probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad” (Max Weber), la delincuencia de poderosos puede definirse como aquellos hechos ilegítimos ejecutados por quienes tienen la potestad de imponer su voluntad dentro de una determinada relación social contra toda resistencia y sin deber de fundamento. La delincuencia de los poderosos también favorece y enerva manifestaciones de delincuencia clásica y de crimen organizado.
La historia no se repite, pero nuestra realidad presenta conexiones y paralelismos con lo que pasó hace un siglo. Exactamente hace cien años, el fascismo trastabillaba para luego comenzar a consolidarse en el poder de forma prolongada. El 10 de junio de 1924, luego del asesinato de Giacomo Matteotti, quien era el principal líder de oposición a las aspiraciones de Benito Mussolini, este aprovechó la crisis para afianzar su dictadura a partir del delirio y la popularidad de sus deseos.
Más allá de la demonización que se convierte en eje principal que aglutina a xenófobos, payasos libertarios y autárquicos, una nueva dimensión es que la voluntad del líder es más importante que la legalidad. El teórico nazi Carl Schmitt ya afirmaba que el deseo del líder define lo que es legal: “El líder por ser pueblo personifica la ley”. Actualmente, el Project 2025-MAGA del trumpismo, presentado por la Heritage Foundation promueve la idea de un presidencialismo extremo que no distingue entre Estado y líder.
Cuando esto ocurre, cuando el deseo del líder es ley, cuando emerge a su alrededor una amplia colección de facilitadores conservadores y una mayoría de ingenuos desesperados, lo mínimo que debemos hacer es preocuparnos. Esto debe constituir un fuerte llamado de atención para nuestros tiempos.
Líderes que han llegado al poder democráticamente, luego intentan quedarse en él ilegalmente. Trump y Jair Bolsonaro ya lo intentaron en sus fracasados golpes de Estado. Nayib Bukele en El Salvador y Viktor Orban en Hungría reformaron con cuestionable legalidad sus instituciones constitucionales. Giorgia Meloni implementa una reforma constitucional similar. Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua, blandiendo programas políticos de supuestas bases ideológicas diferentes, han hecho lo mismo.
La voluntad del poder reemplaza a la legalidad.
Asimismo, y para consolidar esta estrategia extralegal, los demagogos populistas suelen sacar de la manga constantemente conflictos con enemigos reales o imaginarios para envolverse en la bandera nacional y presentarse como salvadores de la patria. Al igual que los frecuentes arrebatos de Trump contra México, China, Canadá, Groenlandia o Panamá, Milei está arremetiendo contra Chile, Brasil o Colombia para mantener energizada a su base política.
El mundo de hoy es un mundo que a Hitler, a Mussolini y a Stalin, les hubiera gustado.
Al rozar mi octava década, a mí me produce repulsión. Me indigna.
Las enseñanzas de mi sangre murmuran en las venas, regresa el eco de otras vivencias represivas y, a veces, un sentimiento de opresión física inconsolable, pero, bien dicen que de los miedos suelen nacer los corajes. Hay lágrimas que se vuelven a llorar sin llanto.
¿Acaso quieren que vuelvan aquellos años en que tenía que esconderme y callar en contra de mi voluntad? De una forma distinta, con otros métodos más sutiles, sin armas ni tanques, sin encarcelamientos ni torturas ¿quieren volver a ponerle un bozal a mi creatividad y mi libertad interior?
Todas y todos nos merecemos reír o llorar a gritos si es necesario y con la extensión que se nos dé la gana, sin cápsulas informativas o desinformativas ni algoritmos limitantes y muy lejos del auge de los podcasts. Me crié pensando que la estupidez es algo vergonzoso, no quiero incurrir en eso a mis años.
La escritura es testigo de su tiempo. El lenguaje es el organizador de la propia experiencia. Quienes escribimos sabemos que la libertad es la condición primera de nuestra condición. Si yo escribí toda mi existencia es porque elegí compartir la vida de todas y todos los que no quieren mentirse a sí mismos. Porque pasan los años, a veces el sufrimiento se disuelve y entonces una se detiene y se da cuenta dónde se encuentra y es ahí donde se encuentra a sí misma.
Cronos, el tiempo pasado, presente y futuro ¿tiene en este momento una dimensión y un impacto diferente? Es festivo y a la vez doloroso comprobar la desesperación de nosotras, las actuales mujeres escritoras de nuestra América atragantándonos por querer decir lo que siempre nos han silenciado, vomitando a borbotones el dolor de la represión de siglos. No nos van a volver a coser la boca con mandatos, ni prejuicios ni metrallas.
Lo que me queda muy claro es que nunca más quiero volver a usar sordinas. A partir de las casi ocho décadas vividas, mi garganta no quiere reutilizarlas jamás. No más murmullos en las esquinas ni a la sombra de las recovas.
No quiero ni puedo volver a llorar saltando de una casa escondite a otra, llevando a mi primera hija en el vientre como inmediatamente después del golpe cívico militar de Argentina de marzo de 1976. Tampoco quiero recordar la salida a saltos de urgencia de la maternidad cuando a fines de junio de aquel funesto año nació mi niña.
No quiero volver a soltar las manos, desanudar los dedos, destrabarlos al mismo tiempo que las lágrimas, ni taparme la boca para no gritar de dolor, cuando en octubre de 1973 conseguí partir en un avión fuera de Chile. Sabía el día, la hora y el número de la ventanilla en la que tenía que presentar mis documentos en el aeropuerto de Pudahuel; sólo en cuanto el avión despegó y vi flamear la bandera chilena sobre la terraza del entonces precario edificio del aeropuerto, pude desbaratar la fatiga y desanudar los dedos, desenlazar las manos y soltarlas.
No quiero volver a mirar el paso de los bombarderos en el cielo con ojos infantiles abrumados de incomprensión.
¡No puedo ni quiero!
La Hidra de Lerna, vertiginosa criatura de la mitología griega con un enorme cuerpo de perro y una decena de cabezas atacaba a quienes se le acercaban, echaba saliva ardiente o aliento venenoso. Tenía la capacidad de regenerar dos cabezas por cada una que perdía o era amputada. Sólo Heracles logró vencerla.
¿Quiénes serán las y los Heracles en este contexto internacional de retroceso democrático, de sombras, odio y profundización de la desigualdad? ¿Quiénes destruirán la membrana retráctil de las manipulaciones comunicacionales que no dejan pasar los discursos de convivencia esperanzadora? ¿Qué líderes o movimientos sociales restablecerán confianza en la ciudadanía sobre aquello que los regímenes auténticamente democráticos puedan ofrecer?
Cada año, cada 18 de agosto, a nivel internacional, muchas instituciones comunitarias organizadas celebran el día de la solidaridad. Hablar de solidaridad hoy, en un mundo donde impera la lógica del esfuerzo individual como la única herramienta que garantizará bienestar y seguridad, parece anacrónico. La palabra solidaridad proviene del latín soliditas, que expresa la realidad homogénea de algo físicamente entero, unido, compacto, cuyas partes integrantes son de igual naturaleza. También se interpreta como una adhesión circunstancial a las causas de otros, los vulnerados, y como sinónimo de participación, apoyo, compañerismo, camaradería, fraternidad, respaldo, adhesión o fidelidad. Por lo general, la solidaridad aparece como una realidad tangible en aquellas circunstancias extremas de crisis económicas, socio culturales o de catástrofes, acompañadas siempre de un alto impacto comunicacional. Situaciones en las que resurgen cuando menos se lo espera, múltiples e insondables actos de altruismo.
Tal vez Eros, su misticismo, sea en el futuro el responsable de esos actos altruistas frente a la oscuridad que nos acecha, los peligros ante los que el mundo precisa encender indiscutiblemente una alerta temprana, porque, como ya nos advertía Platón en El Banquete, la solidaridad, la conciencia política, la organización, nos salva, si apelamos a ella arropándonos: “Eros, como su padre Poros, está al acecho de lo bello y de lo bueno, es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento, un formidable mago, hechicero solidario y sofista”, pero al mismo tiempo, como buen hijo de Penia: “Es pobre, y lejos de ser hermoso y delicado, está flaco y sucio, va descalzo, no tiene domicilio y, sin más lecho ni abrigo que la tierra duerme en las calles y está siempre, como su madre, en la más precaria de las situaciones”.
El viejo mundo se muere y el nuevo tarda en llegar -decía Antonio Gramsci- y en este claroscuro surgen los monstruos.
El horizonte inmediato nos vaticina malos tiempos.
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