Reseña escrita por Miguel Herrera C.
"El tiempo que nos pertenece".
Autora: Isabel Hernandez
Editorial: Ceibo Ediciones
Una joven levanta el puño izquierdo con el cual afirma una bandera roja que flamea al viento. Un viento que recorre el tiempo, que avanza con el tiempo y que ineludiblemente en algún momento dejará de flamear, pero que, sin duda, ese día aun no llega.
Esa mujer se llama Julia Guillén y es la protagonista de la novela de Isabel Hernandez, “El tiempo que nos pertenece”. Una Julia que ha recorrido los años de su vida para narrárnoslo y contarnos cuán difícil se puede tornar el amor, la política y la geografía en tiempos en que los sueños parecen estar tan cercanos, pero tan distantes y difíciles a la vez.
Julia es bella y joven cuando comienza con sus recuerdos, cuando conoce a Ignacio Wilmart y juntos recorren los discursos de Perón y Allende mientras las calles hierven en ambos lados de la cordillera. Porque el relato es capaz de derribar una cordillera inmensa para recordarnos que el amor no conoce fronteras, pero sí limitaciones humanas, demasiado humanas como titulaba el filósofo de enormes bigotes.
Willmart toma un protagonismo cedido sin duda por Julia, toma un protagonismo desde la sensibilidad y la mirada femenina de Julia. Las contradicciones de los maltratos verbales se hacen latentes en las preguntas de la protagonista, viajan por caminos bifurcados y se encuentran cara a cara con la protagonista cuando se ve enfrentada a la posibilidad del reencuentro y ella medita “sentía algo parecido al arrepentimiento, pero estaba obsesionada con el deseo”.
La libertad emocional que se brinda la protagonista le permite dejar de lado, por momentos, el recuerdo de Wilmart allende la cordillera. Por estos lados la cosa no varía mucho y el amor que parece esquivo y elocuente en algunos momentos se torna una pequeña escena de terror en manos de la estupidez de la frágil masculinidad de sus parejas. Por estos lados, Julia comparte habitación con Bruno, un proyecto de vago insufrible que comparte los días y la cama con Julia, con esa Julia que es implacable a la hora de determinar las distancias que se suceden entre géneros. Piensa Julia de Bruno: “Cuando Bruno se ponía hiper-elocuente y pesado, cuando mostraba su peor cara de aprovechador, de fresco y “chanta insufrible” como yo lo llamaba, la vida cotidiana se transformaba en su suplicio”.
Esta novela es una invitación a mirar nuestras propias contradicciones amorosas, como la estupidez que hemos heredado de nuestra cultura patriarcal en todo ámbito de géneros posibles. Porque al parecer nada nos salva de sentirnos pasados a llevar por aquello que amamos con profunda honestidad y esto abarca todas las dimensiones de nuestra humanidad compartida, porque las historias se repiten cuando no las hacemos conscientes y no sacamos enseñanzas de las mismas. Así como en el amor, también en la política las historias se repiten cuando las olvidamos o las dejamos pasar con liviandad o con esa ingenuidad que tanto cuesta abandonar cuando nuestros corazones acunan sentimientos de belleza y nobleza. Julia lo dice de manera cruel pero muy exacta porque “cualquier historia de amor puede ser una historia de dolor, pero si el dolor vuelve, si las desvalorizaciones se repiten, el daño es demasiado cruel”. Como una sacerdotisa mirando al oráculo, Julia nos desvela una verdad insoslayable y es que cuando olvidamos lo que nos hace daño, repetimos de manera cruel e innecesaria todo eso que antes nos había dañado hasta el alma y a veces las lágrimas vuelven para recordarnos lo tonto que podemos llegar a ser. Como decía el cantante de bares “no estoy llorando, es solo que a veces me acuerdo”.
Muchos amores rondan la vida de Julia, amores que se juegan en la política, en la cama, en la maternidad y en la vida cotidiana que para Julia se tornan una suma de acontecimientos de alegría y persecución. Amor por sí misma, amor por el cuerpo del otro, por el sexo con el otro, por la vida nueva que brota desde las entrañas de la femineidad. Amor por la revolución y las compañeras que a la par de la revolución social, buscan la emancipación de su ser manipulado hasta el hartazgo por las prepotencias y silencios del patriarcado depositado en los testículos de tantos déspotas domésticos y gubernamentales.
Julia es bella, coqueta y libre a pesar del lugar que la historia les ha mendigado a las mujeres a través de todo nuestro tiempo. Julia ama a Ignacio Wilmart, pero eso no le impide abandonarlo, aunque su memoria porfiada insiste en retenerlo. Julia recuerda a Ignacio, pero parece ser Ignacio la excusa para mirarse a sí misma, para recordarse joven, soñadora y rebelde. Julia dice: “Cuando me encontré por primera vez con Ignacio era casi una niña. Eran tiempos de una inocencia radical, con algo de primitivo, de iniciático. Todavía latía en mi piel una sana alergia a todo tipo de organización y de orden”. Julia sabe cómo llevarnos a esos años convulsos que parecen retornar en la actualidad de la mano más feroz de la intolerancia y la imposición. El tiempo avanza sin pedirnos permiso, pero las historias se repiten, no cesan de llamarnos la atención, no claudican en desesperarnos para no caer en el envilecimiento.
Julia nos muestra su memoria amorosa rodeada de reflexiones, de detalles domésticos hermosos y pequeños, del contexto inmenso que cubre toda humanidad y que a veces se nos muestra de manera fatal e impotente. Julia sabe que su vestimenta no la define como persona, aunque los fanáticos insistan en disfrazarla de algo que ella no desea. Julia sabe vivir su espacio, su tiempo y sus circunstancias con la calma que solo poseen los que saben que el camino de la revolución es arduo y extenso y que no vale la pena el martirio a menos que las pistolas apunten a nuestras cabezas. Julia se hunde en su mundo y parece ser ese el momento en que el tiempo nos pertenece porque “a la noche, volví al departamento y caí en la cama con un enorme paquete de galletas”. El mismo paquete de galletas con el que me he encontrado en tantos rincones donde he llegado a mendigar un poco de calor y besos prestados.
Pero ¿les pertenece el tiempo a los personajes de esta novela? ¿El tiempo nos pertenece o Kairós fluye sin siquiera dar noticias de nuestra frágil humanidad disfrazada de militarización?
“La gente cree siempre que tiene derecho a una vida normal, es lógico, pero por aquellos días simplemente nada era lógico”. Julia nos habla de los años setenta, pero si cerramos los ojos y dejamos de apropiarnos del tiempo sin duda que esta reflexión nos golpea a la cara, porque hoy nada parece lógico nuevamente.
¿A quién pertenece el tiempo? Ignacio Wilmart con su obtusa porfía pretende entregarnos la frase que responde a esta pregunta, cuando en una conversación con Julia escupe una sentencia que podríamos repetir como un mantra hasta el día de hoy: “este mundo solo le pertenece a los que se atreven a vivir y a luchar por lo que es justo”.
En conclusión, el tiempo nos pertenece y esta novela es una invitación abierta a apropiarnos del mismo, a luchar por todo lo que consideramos necesario, a levantar las banderas de un futuro en paz, construido y deconstruido de la mano del amor, ese amor que se puede encontrar en pequeños gestos, en relaciones humanas o en los gigantes cambios que el planeta solicita para no morir en el intento de ser quienes realmente somos y no la caricatura que algunos y algunas quieren hacer de nosotres.
Solo nos queda esperar, no rendirnos y organizarnos para que no reine a nuestro alrededor eso que Julia llama los SOTIHUE, una SOciedad de TIradores de HUEvas.
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