Rubén Quiroz Ávila
A Giancarla la conocí, no podía ser menos, en Río de Janeiro. Debe haber sido el 2009. Digo esa fecha como mero ornamento cronológico. Ya que uno siente que conoce a Giancarla toda la vida. En Río creo que nos vimos o en un zambódromo o en una mesa académica en LASA. A estas alturas he confundido o, mejor dicho, fusionado caprichosamente ambos eventos. Imagínense esas noches brasileñas con toda esa mancha de peruanos: poetas transbarrocos, narradores en clave anglosajona y críticos literarios entusiasmados. Todos ellos entre caipirinhas, caminatas infinitas y de ceremonias secretas en las playas o las peregrinaciones de zamba imbuidas por la magia rumbera que
provocaban las calles de esa ciudad eternamente festiva y totalmente contradictoria.
Desde allí hemos mantenido las diversas formas de contacto de una amistad consagrada,
alimentada, promovida, en cada proyecto emprendido, incluso, casi todos con finales ribeyrianos. He revisado sus estudios sobre poesía peruana contemporánea, sus aportes a
ayudarnos a entender la movida poética, pero fundamentalmente, su pasión académica por el fantástico narrador Julio Ramón, el flaco, Ribeyro.
Justamente resultado de ese amor por el gran Julio Ramón es que presenta esta noche limeña, a través de los soportes virtuales, un acercamiento magnífico gracias a Revuelta Editorial y sus conspicuos editores David Ballardo y Jorge Coaguila, que también son absolutamente ribeyrianos y, a veces, dignos de sus cuentos más impactantes. Es que Lima es muy ribeyriana. Es que los peruanos somos parte de la escenografía o sino uno de los personajes que Julio Ramón hubiera tranquilamente trasladado a su pulso narrativo.
Aunque algunos somos muchas veces un vago, incompleto y poroso dicho de Luder.
Es verdad que acercarse a Ribeyro desde los horizontes teóricos es un excelente desafío. Y
más en plena Pandemia. Por eso HUMOS DE IRONÍA: LA NOVELÍSTICA DE JULIO RAMÓN RIBEYRO, incluso subrayando lo de Humo, marca que la visión puede ser brumosa, además como corresponde a un perpetuo fumador. Entonces, Di Laura hace guiños y lanza desde el saque su tesis: esa ironía ribeyriana es implacable y a veces inasible, como el humo.
Como el humo blanco del cigarro. En cinco sendos capítulos, Giancarla se lanza a la aventura interpretativa a través de sus novelas. Asunto que tendrá resultados auspiciosos.
El Ribeyro novelista es un banquete que había que ingerir con las herramientas metodológicas adecuadas. Luego de un prudente barrido sobre los usos de la ironía y la retórica en la tradición occidental, Giancarla, a ritmo de zumba, traza impecablemente las razones, los argumentos, los indicios, por las cuales la ironía alcanza en la novelística de Ribeyro un summum apreciable. De ese modo, Crónica de San Gabriel tiene ironía dramática, Los geniecillos dominicales poseen la ironía del sino y Cambio de guardia, la ironía metafísica.
Es importante que se entienda que la ironía le concede al lector la posibilidad de encontrar capas de significado como una cebolla recién pelada (sin embargo, como saben
todos los que pelan cebollas, nos hace llorar más allá de nuestra voluntad). Planteada así, la ironía juega con las claves culturales del ingenuo lector y nos arrastra al lúdico pesimismo que sin piedad plantea la narrativa de Ribeyro. Algo así como: todo está perdido, pero por lo menos, hay que divertirnos melancólicamente un poco. Digo, melancólicamente, porque la textura, el fraseo ribeyriano van pintando esa atmósfera de derrota inevitable, ese rumor de batalla irremediablemente perdida, y nos va integrando al club de los corazones solitarios y profundamente derrotados. Es que todos sabemos que llegaremos al patíbulo algún día, que estaremos en el lugar de los acusados, que nos negaran el amor una y otra vez, que viviremos por las azoteas, que intentaremos brotar como una higuera. En pocas palabras, tenemos que aceptar que las fuerzas del destino, como una lenta tragedia griega pero ambientada en algún barrio del Perú, son superiores a cualquier intento por modificar el curso de las acciones. Esto parece una metáfora de la manera como persiste nuestro país. Así Ribeyro, más que su novelista sería su cronista.
Giancarla, entonces, acierta en describir que una forma de la novela del Flaco es esa ironía metafísica, o sea, la del fracaso inevitable. Pero, reitero, no es una concepción derrotista, humillante, o llorona del fracaso, sino que debemos aceptar que la mayoría de nuestras acciones fracasan. Lo excepcional es que nos resulte bien algo. Cambio de guardia de todas sus novelas, representa justamente ello. El fracaso total de una sociedad, como la nuestra, incapaz de tener acuerdos mínimos para no ser tan zigzagueante, yéndose al barranco como si fuera irse de parranda. Es tan contundente lo de esta novela y, en general, de la narrativa de Julio Ramón que todo este desorden y caos de las que estamos irreparablemente compuestos parece ser, lamentablemente, un ADN cultural. Y es a la vez un manifiesto de denuncia contra la corrupción, la oligarquía, el abuso. Es que, incluso, en el horizonte inmediato no hay salida. Si asumimos la ironía metafísica como la clave de la novelística ribeyriana, entonces tenemos que aceptar que la caída, el desenlace fatal y el hundimiento son consecuencias inevitables por lo que somos como país.
Giancarla Di Laura, al colocar a esa novela dentro de la ironía metafísica, confirma la correcta lectura y el modo sistemático con la que estudia al maestro del cuento peruano. Y más sobre Lima, que es una megápolis más parecida a una prisión, a una cadena infernal de rejas, a un conjunto de muros invisibles que nos separan. Esa Lima que es crudelísima con cada uno de sus habitantes, tratados como hijastros de un cuento de terror, con algunos de sus personajes autoritarios que pululan como dueños de la verdad. Ribeyro solo transcribe una radiografía de lo imposible, un fotograma en gris de lo que somos una y otra vez, como un péndulo de estupidez repetida infinitamente. Es seguro que en Lima hasta Sísifo lanzaría de una vez por todas la bendita roca y se largaría.
Por eso, el trabajo de la maestra Gianca, la maestra de maestras Giancarla, es una manera de acrecentar el valor del fascinante flaco, ese señor gallinazo literario, que nos enseñó que la literatura se parece tanto a la vida. Que cada uno de nosotros tenemos un Ribeyro dentro, es más, a veces, somos el mismo Julio Ramón Ribeyro andando, extraviados en esta ciudad. Y Giancarla Di Laura, con este libro, lo muestra. Y demuestra que “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados.”
Lima Pandémica, 2020
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