La distracción en lo innecesario
¿Cómo y cuándo dejar de hablar de artes y humanidades?
“Yo soy YO y MI CIRCUNSTANCIA. Y si no la salvo a ella no me salvo YO. La circunstancia no es algo ajeno al YO, sino que constituye parte esencial de él. El YO sólo puede salvarse, la vida sólo puede cobrar sentido a través de la circunstancia”. Quizá sea ésta la aportación más sublime de José Ortega y Gasset y forma parte de una colección de exposiciones compendiadas en un libro llamado ¿Qué es la filosofía? (Ed. Austral). La circunstancia de la que habla el filósofo se refiere a todo lo externo que representa al No-Yo: al otro, lo otro, el prójimo, al instante, el tiempo, el espacio, el ambiente, la sociedad, un sistema, la cultura, el estado, la religión. Todo lo que excede al Yo, lo sobrepasa, lo que está fuera de su alcance delimitándolo, lo configura, lo amenaza, lo transforma. ¿En dónde colocar el acento, en el Yo o en la circunstancia? ¿Cómo se relacionan? ¿Cuándo interactúan? ¿Desde cuándo, hasta cuándo? ¿Cuál es el vínculo?
El Yo y la circunstancia parecen ser la combinación que exaltaría el desarrollo de la humanidad mediante la evolución del respeto, sin una conceptualización firme, decidida, aceptada y ejecutada del concepto poco hay por hacer puesto que, a manera de ejercicio, se puede cuestionar acerca de la existencia del amor, la armonía, la sustentabilidad, la convivencia social sin respeto, ¿cuál sería la respuesta?. ¿Olvidar la atención al respeto es lo que provoca el conflicto? ¿El miedo a que el Yo sea rebasado, cuestionado, minimizado, perturbado, invadido por lo ajeno es lo que provoca la desconsideración, el rechazo, el distanciamiento? El pensador Emmanuel Lévinas (Lituania, 1906 - Francia, 1995) dice que la exterioridad es todo aquello fuera del Yo, lo diferente, a quien con prejuicios es difícil comprender o asimilar y por tanto es incontrolable, a causa de la lucha por los intereses de amoldar se genera un ambiente de destrucción, la construcción de la relación transgrede, violenta, propicia sumisión, esclavitud, maniqueísmo. En su libro Totalidad e Infinito, señala: “Mi acogimiento del otro es el hecho decisivo por el cual se iluminan las cosas”, ¿el Yo existe sin el entorno que, en lugar de determinarlo, lo identifica?
Desafortunadamente, lo más común es que lo externo determina al Yo en lugar de identificarlo. En palabras de Martín Heidegger: “La mayoría de la gente vive existencias anónimas, viven en el >se dice< y el >se hace<, es decir, dicen lo que dicen porque es lo que la gente dice y hacen lo que hacen porque es lo que la gente hace”. ¿Dónde está el comportamiento respetuoso? ¿La simulación es una conducta de consideración? ¿La transigencia es un requisito para ser beneficiario de la moda? ¿La necesidad de formar parte de un grupo faculta al Yo a ofrecer su razonamiento, su voluntad y su mente a merced del mejor postor? ¿Es válida la propuesta de George Orwell, en su libro 1984, de establecer como premisa el llamar “Sistema” a la composición que forman el Estado, la religión y la cultura? Si la respuesta fuera una aceptación, entonces la alegoría de La caverna, de Platón, dispondría de una manera de explicar el encierro y opresión que ha caracterizado a la humanidad, hasta este presente.
El mito Platónico relata la historia de un grupo de personas que habitan encadenados en una caverna desde su nacimiento, dispuestos con la mirada hacia la pared de fondo donde se representan imágenes, sombras que son proyectadas por una fogata situada a la espalda de la gente, ven la escenificación de sus propios movimientos, cortos, limitados, escuetos, anodinos, esta pantalla es asumida como la realidad, lo único, el desarrollo taxativo de la vida; voltear la vista es impensable, una regla intrínseca, inmutable, una ley prístina heredada por los siglos de los siglos para perpetuar la obcecación de los habitantes de la caverna. Las personas se ajusta a lo que menciona George Orwell en 1984, “Nunca has querido aceptar que el precio de la cordura es la sumisión”. Desobedecer sería un oprobio para la comunidad, sinónimo de deslealtad, una actitud propia sólo de un lianto, de un ser perturbado, una persona enferma que tendría que ser expulsado al ostracismo porque puede, mediante un miasma contaminante, contagiar al grupo y desatando el apocalipsis. Sin embargo, lo inesperado ocurre, la ruptura de una de las cadenas, la caída de una venda y el despojo de una cerradura provoca que una persona dirija la mirada hacia la entrada de la caverna, se percata de la fogata en funciones de proyector, avanza, asciende de la oscuridad de la caverna hacia el exterior, aupa por años de esclavitud, escala por las paredes del deber ser, escalón por escalón trasciende de la ignorancia al conocimiento. Por un instante la luz ciega sus ojos, el sonido lastima sus oídos, el sentido del tacto es un remolino de sensaciones, su olfato es golpeado por un sinfín de aromas, es sus labios puede experimentar el movimiento del aire. Y todo lo que percibe es el milagro del conocimiento. La realidad con la que ahora convive está en las antípodas de la ficción que determina la existencia en la caverna. Busca que la comunidad pueda disfrutar también del milagro. Vuelve a la caverna, intenta compartir lo que ha visto, intenta seducir para que todas las personas se liberen, rompan las ataduras, volteen la mirada, se levanten, experimenten. ¿El resultado? Nadie lo escucha, nadie lo sigue, nadie se coloca entre columnas y pone la mirada hacia oriente, ni una sola persona se aventura a recorrer los viajes de la iniciación hacia la luz, ni un solo ser reflexiona ni duda ni se pregunta si tal vez, sólo tal vez, el profeta esté indicando el camino hacia la liberación; el recorrido que se atrevió a realizar y que tiene certeza de realidad, evidente, demostrable, comprobable. Nada. ¿Por qué?
¿Cómo y cuándo se deja de hablar de artes y humanidades? ¿Las artes y humanidades forman parte de esas circunstancias de las que habla Ortega y Gasset? ¿Forman parte de esa otredad de la que habla Lévinas? ¿Las artes y humanidades conforman también ese mundo exterior que se encontró el rebelde de la caverna? ¿Se puede inferir que se ha dejado de hablar de artes y humanidades? Entonces la pregunta que sigue es ¿por qué? Por ejemplo, ¿Será que la respuesta la podemos obtener de Eduardo Infante en su libro Filosofía en la calle, cuando menciona que la contestar a la interrogación por la función de la filosofía es que ésta debe ser agresiva, que ni sirve al estado ni a la iglesia puesto que ambos tienen otras preocupaciones, y que en sí, sirve para detestar la estupidez? O, como sugiere Margaret Atwood, hacia el final de su libro Oryx y Crake, respecto al arte: “Cuidado con el arte, si empiezan a crear arte, se avecina problemas. El pensamiento simbólico de cualquier tipo representa(ba) un indicio de decadencia. De ahí pasarían a inventar ídolos , ritos y objetos funerarios, vida después de la vida, y pecado, y reyes, y esclavitud, y guerra”. ¿Es por el miedo del sistema hacia las artes y humanidades que ha instaurado una moda de desatención al respecto? ¿Es porque la humanidad está dentro de la Matrix y ni quiere darse cuenta y ni le interesa?
¿Qué daño le provocaría a la humanidad poner un poco más de empeño al análisis de las circunstancias y de lo externo? Se suele decir qué hay tres vías desde donde surge el pensamiento filosófico: la duda, el asombro y las situaciones límite. Las tres rutas alejadas de la explotación de las falacias que ofrece el mercado del echaleganismo y de la mercadotecnia que se presenta como poseedor del elixir de la autoayuda y que comercializa la pócima mágica que evita los problemas que provoca el miedo, que juzga en todo momento como culpables al padre y a la madre del individuo adulto, que la resignificación de la responsabilidad va en detrimento en lugar de posicionarse en un cambio conductual de respeto. Entonces, se decía, una de las rutas para acercarse al pensamiento filosófico es la duda, la mónita de los iniciados en el camino de la búsqueda de la luz. Sin embargo, la duda filosófica es diferente a la simplicidad con la que se suele referirse al escepticismo, la duda a la que se refiere este principio quizá pueda ejemplificarse con el siguiente relato: “Aquel que repita o haga aquello que alguien más dice o hace o que le impone que diga que haga, sin analizar, reflexionar, investigar, estudiar, meditar, cuestionar, preguntar, es, antes que un ser humano, una máquina”. La duda es, bajo este planteamiento, una aporía sobre el conocimiento y también sobre la forma en que el individuo se acerca al conocimiento, una sin la otra son impensables por la intimidad que las envuelve, por la indisolubilidad que las distingue, sin importar el medio que se prefiera, dogmatismo, racionalismo, empirismo, positivismo, escepticismo, entre otras. La duda filosófica bien pudiera ser el proyecto personal que abonara a la revisión del comportamiento individual y así develar las ataduras que un sistema impone a su sociedad, desbastar las impurezas de la piedra en la que se ha convertido la esencia del Yo, librarse de la lápida que lo aplasta, lo entierra, lo corrompe
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Existe un sentencia que Spinoza lanza, “Los hombres se equivocan en cuanto piensan que son libres; y esta opinión consiste en que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas por las que son determinados”, que se completa con el siguiente acápite, “El error que conduce al Yo a pensar que es libre proviene de una creencia falsa: que las personas son sustancias independientes de este Universo que habita”. Es en esta aportación de Spinoza en donde se encuentra la fuerza para magnificar la dignificación de la duda. ¿Qué se gana y qué se pierde con la duda?
Hannah Arendt (Alemania, 1906 - Estados Unidos, 1975), sin circunloquios y con una crudeza apta sólo para aquellos oídos que quisieran escuchar, lanzó su teoría de la banalidad del mal, que dice: “La renuncia a pensar y, por lo tanto, a obedecer ciegamente, puede causar más daño que todos los malos instintos que el ser humano posee por naturaleza”. ¿Qué tan clara resulta esta lacónica apreciación? ¿Pudiera ser el estandarte para, de una vez, la humanidad comience por optar una conducta de análisis del respeto, las circunstancias, la alteridad? ¿La sociedad, y la niñez y juventud primordialmente, se alejarían un tanto del romanticismo de la inmediatez, de la cruel competencia con la imagen perfecta de belleza, de la desvalorización que traen consigo la emergencia de conseguir más “Me gusta” o el “pulgar arriba” en las redes sociales? ¿La discusión de asuntos de interés social sería mediante argumentos válidos o sólo por el placer de opinar? ¿La falta de atención a las artes y humanidades, es responsabilidad del sistema o del individuo? ¿Hará falta un tanto de anarquía para romper lo que la narrativa orwelliana llama la imposición: el mandamiento de los antiguos despotismos era: No harás esto y lo otro; el mandato de los totalitarismos fue: Harás esto y lo otro; el del Gran Hermano, el poder, el sistema es: Eres esto? ¿Acaso es tan poco visible o es sólo una apreciación caótica y conspiracionista?
El pensamiento de Henry D. Thoreau se suma a esta apología del análisis reflexivo cuando se dicta que la única obligación que es propia de asumir en la vida es la de hacer en todo momento lo que se considere justo; la vida entonces debe ser un freno que detenga la máquina de la injusticia, asegurándose (procurándose) así de que con la obediencia para nada se está colaborando en hacer el daño que se condena. Y, quizá, sólo quizá, leer muchas veces el mensaje provocador de este amante de la naturaleza: “Quiero trascender mi rutina diaria y la de mis convecinos, lograr que la inmortalidad penetre en la calidad de mi vida diaria. Daría todo lo que poseo por lograr mi nobleza. Pagaré cada uno de mis días por mi triunfo. Rezo porque la vida de esta primavera y este verano yazgan con belleza en mi memoria. Atreverme como no lo he hecho nunca. Preservar como no lo he hecho nunca jamás. Estoy ansioso por dar cuenta de la gloria del universo, y ser digno de ello. Mirar, atravesar los valores humanos sin por ello distraerme de los valores divinos”.
¡Es cuanto!
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