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YO CONOCÍ AL VIEJITO PASCUERO...

[...] (O ¿CIERTO VIEJITO QUE EL SENAME ES UNA MIERDA?)


Querido viejito pascuero:

¿te acuerdas el tiempo que pasamos juntos?


Mi mamá era su empleada doméstica, le lavaba la ropa, le hacía la cama y le servía la comida. Tenía una barba de hilos de cuarzo y una parada bonachona y cansada. Cuando era niño me hacía regalos para cuidar mi conducta disruptiva aunque yo pensaba que era para que ocultara sus huidas al Teletrak de Santa Rosa donde me llevaba cuando se ofrecía a comprar el pan por las tardes. Me enseñó el pollón de oro, la trifecta y otras coordenadas hípicas que yo aceptaba como aprendidas solo por darle en gracia, todo lo olvidé de inmediato, al parecer desde niño lo mío no fue la competencia.


El viejito pascuero era amigo de la tía pucherito y del tío pelao, quienes asistían a las fiestas familiares que a mi madre encargaban. Su traje colgaba todo diciembre de la parte trasera de la puerta de su dormitorio y era increíble saber que vivía con uno de los personajes mas amados por la infancia mundial. Él me pidió que le guardara el secreto, que no le contara a nadie que él era el viejito pascuero, por eso no daré su nombre ni su ubicación, solo diré que vivía en el paradero 6 y medio de la Gran

Avenida, cosa que para mi era curiosa porque nosotros vivíamos a cuadras de Santa Rosa y no de esa avenida grandilocuente.


Trabajaba en un taller ubicado en las últimas piezas de aquella casa añosa y hoy casi derruida. Un día llegó con una edición de los primeros Condorito de oro que aparecían por esos años, me lo prestó y yo lo leí en un rato, muerto de la risa y preguntándome cómo un cóndor piñiñento siempre terminaba de "espalda’l loro" en cada una de sus situaciones. Crecí preguntándome qué habrá sido del roto Quezada, si existía la bebida pim que nos hacía hacer pum y si Coné algún día sería mi amigo.


Al poco tiempo me regaló una edición de Condorito de oro y fui feliz, quizás ese fue uno de los primeros momentos en que amé tener un libro en mis manos, un libro mío, un libro que nadie tenia, porque éramos pobres y el presupuesto no tenía priorizado el ítem lecturas. Me contó que en los tiempos en que el viejito no hacía juguetes ni escuchaba los requerimientos de niños mimados, él trabajaba escribiendo chistes para aquel plumífero chileno. Me contó también que escribía libretos para teleseries y su pequeño taller se inundaba de un tecleo incesante por las tardes en que solo se le veía la espalda encorvada y un eterno humo salía desde su cabeza que siempre me daba la espalda. Su taller era un collage de cosas inverosímiles y cachivaches varios, sin sentido para el ojo inexperto. Su máquina de escribir trabajaba sin descanso escupiendo hojas con letras que después repasábamos cuando veíamos el capítulo de la teleserie en la que él aparecía como jardinero, chofer o el pedacito de diálogo en que salía muy caro contratar a un actor por tan poco.


El viejito pascuero era bueno para la fiesta, porque pasados los años me encontré con un compilado de textos de ciencia ficción en donde él había colaborado con una pequeña escena de un humor intergaláctico. Ahí supe que el viejito pascuero había sido joven y bohemio, que trabajó en compañías de teatro de renombre de la primera mitad del siglo pasado. Que fue perseguido por los agentes de la dictadura por sus ideas de poder popular y que eran las eternas noches de risas y delirios las que lo habían llevado a envejecer con sus canas a cuestas.


El viejito pascuero vivía como lo hacen las personas que no son esclavas de los deseos de otros, disfrutaba de sus debilidades y se ganaba la vida con sus habilidades. El viejito pascuero era bonachón y de una calma pascuera. No se enojaba cuando perdía en las carreras de caballo, creo que no lo vi nunca molesto, quizás sea porque el viejito pascuero no se enoja, por lo menos con los niños y mire que yo hice de mi infancia un motivo constante de los enojos de los adultos.


No recuerdo cuando murió el cuerpo del viejito pascuero, pero sí recuerdo que era un cuerpo cansado y viejo, que necesitaba pasar la posta y que lo dejaran de una vez por todas en paz.

Ahora, de nuevo es diciembre y de nuevo se acercan las fiestas en las que él se calzaba el traje rojo para sacar sorpresas de su ropa y regalar sonrisas a la niñez de los 80. Yo lo recuerdo con mucho cariño, porque por esos años yo no tenía una figura paterna, no sabía qué era eso, pero sin duda sabía que la necesitaba. El viejito pascuero comía al lado mío a la hora del almuerzo y me preguntaba por mis días y mis experiencias. Conversábamos harto mientras él intentaba que la inocencia infantil siguiera el devenir de toda niñez. Era chico, gordo, canoso y bastante sarcástico. Más de alguna vez se fue a atender a los niños comiendo chicle porque su aliento olía a trasnoche y mas de alguna vez me enseñó algo que yo inmediatamente olvidaba, creo que incluso olvidé su cara, pero lo que voy a recordar por siempre es que yo conocí al viejito pascuero, que comí en su mesa como uno mas de los que opinaban en ella, que me enseñó la nube tabaquera que existía en cada Teletrak de ese San Miguel que yo habité, que se reía del sin sentido de la nueva democracia y que su cuerpo envejecía pero que su espíritu sigue tan vivo en cada niño que entiende que lo valioso no es un regalo si no quién te lo da y por qué, que los regalos mas allá de ser un fetiche capitalista, es una demostración de aprecio y agradecimiento, que un regalo puede cambiar la vida de un niño y enseñarle humildad y hermandad y que las fiestas no son en vano siempre y cuando sean la excusa perfecta para abrazarnos y perdernos en las confianzas mutuas.


Brindo al cielo por ti viejito pascuero de San Miguel y solo te pido que los niños sonrían y descubran el mundo de la mano de quienes los cuidan y aman. Brindo por ti porque estoy convencido que hoy estarías completamente indignado de cómo esta sociedad trata a su infancia como si fuera una mercancía más. Porque el viejito pascuero de San Miguel quiere que los niños rían y no estén a merced de adultos egoístas y criminales, que tranzan con sus vidas, con sus sexualidades, con sus órganos, con su dignidad y sobre todo con la impotente rabia que sentimos cada vez que un insano vestido de verde saca su pistola para darle balazos a esa niñez que es la de todos y a la que tanto tiempo le debemos. Ojalá tu espíritu logre ver el día en que como sociedad seamos capaces de cuidar y defender a nuestros niños, niñas y niñes y seamos capaces de juzgar a los que hoy hacen de la niñez y la adolescencia un delito más del cual avergonzarse.


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