Escrito por Esther Sánchez González
No puede hablarse de videojuegos si no es de la mano de las experiencias vividas y reflexionadas, ésas que conforman lo que somos. Pensando en The Last of Us, uno de mis títulos predilectos, he caído en la cuenta de que las sensaciones van más allá -mucho más- del juego en sí. Nada hay que se confine dentro de las pantallas, que no traspase el umbral para tornarse vivo, tangible. La experiencia de visitar el mundo de The Last of Us -TLOU, a partir de ahora- se enlaza y vincula con mi existencia al completo: emociones y sentimientos, recuerdos, pensamientos e incluso aromas. Pero también puedo referirme a la dirección del viento, el correr de las manecillas de los relojes de aquel momento. La tonalidad del cielo cuando hay un cambio de estación.
Aún hoy, revivo el olor de una tormenta concreta que se desató hace unos años mientras jugaba el segundo episodio de Life is Strange. Kate Marsh, entonces, estaba a punto de saltar al vacío. Una avispa se tomó la licencia de irrumpir violentamente en mi habitación mientras yo, habitando el cuerpo digital que me ofrecía Max Caulfield, sostenía el mando de la consola. Las contraventanas golpeaban furiosas y olía a lluvia, también a barro. Tierra fresca en verano. Mi madre subió la escalera, corrimos para cerrar la ventana, pero antes de hacerlo, se llevó un picotazo. Kate Marsh, al otro lado de la pantalla, saltó al vacío como resultado de las decisiones que yo había tomado en el primer capítulo de un juego que dejó de serlo. El punto de no retorno, de experimentar la condena de la libertad de la filosofía sartriana, cayó sobre mí como una losa tan pesada como plagada de musgo y habitada por diminutos monstruos.
Cuando pienso en TLOU, recuerdo el canto de los pájaros de una primavera que estaba por llegar. Esos recuerdos me acercan a la mirada de mi padre al experimentar el primer acercamiento a la next gen de consolas y videojuegos. Lluvia y frío de un invierno pasado. Una libertad tal vez irrecuperable, difícil de revivir.
El tiempo que viví fuera de Madrid, lejos de todo lo que siempre había sido, significó lo siguiente: encender la consola cavaba un agujero muy profundo en los interiores de la caja torácica. Abismo. En aquel vacío, resonaban los cantos de unos pájaros que eran otros, no los que yo bien conocía. Cada cual tiene su particular melodía, a la que todo pertenece. El azote del viento también era diferente. Incluso más feroz. La brisa traía consigo olores poco conocidos y definitivamente, mi padre no estaba cerca para decirme que jugaba demasiado. TLOU evocaba los atardeceres de una vida anterior, ésos que me veían deambular al salir del trabajo; la música que llegaba desde el teléfono a mis oídos y el sabor de algunas meriendas.
TLOU me reconecta conmigo misma, con el pasado que me pertenece, al que pertenezco. Con las experiencias habitadas.
Nunca había captado el olor de la naturaleza recuperando lo que era suyo hasta que salí, por primera vez, en marzo de 2020. Eso creía yo, pues la naturaleza luchando por retornar se experimenta de la mano del deseo en TLOU: el deseo de vivir, abrir la ventana y aspirar los secretos del cielo. Las flores, ya limpias, crecen en una pantalla que parece una invitación a posar los pies sobre la tierra.
¿Tan malos son los videojuegos? Tal vez sea necesario sentarse a escuchar, experimentar. Disfrutar. En definitiva, vivir.
(Imagen enviada por autora. Video game screenshot)
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