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HIJO DE EMPLEADA DOMÉSTICA. O ¿POR QUÉ NO PUEDO SER FEMINISTA?

No recuerdo el momento en que nací, pero recuerdo con claridad mi infancia llena de mujeres que convivían a mi alrededor. Recuerdo como con mis primas jugábamos a la convivencia y a hacer pasteles de barro con formas de corazones. Recuerdo a mi madre reventándose los pulmones y poniendo caras amables cada vez que la hacían sentir inferior. Recuerdo a la abuela tute que nos recibió cuando mi mamá decidió romper lazos con la casa que nos acogía. Recuerdo con claridad la ternura de mi profesora de kínder y los ojos violentos de mi profesora de primero básico cada vez que tiraba de mis patillas porque no la obedecía ¿qué autoridad tenía esa vil mujer sobre un niño que jugaba a destruirlo todo?

Recuerdo con amor a las niñas que me enamoraban, recuerdo a la María Pía, a la Susana, a mi vecina más grande. Recuerdo a la multitud de femineidades que rondaban mi habitar infantil, recuerdo los acosos que vivieron mis primas en mi presencia y recuerdo mi impotencia por no entender al hombre que sin preguntar intentaba besarlas o que tras la sorpresa mostraba sus vergüenzas a vista y paciencia de todos.

Crecí entendiendo que todos y todas somos iguales en dignidad y que nadie tiene el derecho de ejercer violencia contra otro en tanto esa violencia no la ejerza otro primero. Pasaron los años y comencé a descubrir el mundo a través de los libros. Corrían los 90 y el librero de la feria de mi barrio me proveía de libros ajados y que guardaban secretos grandiosos para mí. Comencé a darme cuenta que mi madre era una desposeída, que su condición de inmigrante interna la hacía carecer de nuestras necesidades básicas. Comencé a reconocer en mi cuerpo las señales de molestia que sucedían cada vez que me sentía discriminado por mi condición de pobre, poblador e hijo de inmigrantes campesinos.

El feminismo llegó a mí a través de los libros y comencé a vociferar que me reconocía y me aceptaba feminista, por esos años cada vez que hablaba del tema las miradas de extrañeza me rodeaban. No podía dialogar sobre el tema porque no habitaba espacios donde el tema fuese recurrente, me rodeé de mujeres añiñadas que detenían peleas con su sola presencia, mujeres que toleraban las adicciones de sus maridos, mujeres que organizaban la resistencia económica y armada, mujeres que hacían de la fiesta el espacio donde soltar sus cuerpos y censuras. Mujeres ahuyentadas de sus hogares por su embarazo sorpresivo (como si solo ellas fuesen responsables de ello), niñas que jugaban a descubrir su sexualidad con culpa y en las tinieblas.

Ese escenario me movía a pensar en la libertad de todos y todas y la teoría que me ayudaba a responder mis dudas siempre fueron libros encontrados en el puesto de la feria que acarreaba libros para arriba y para abajo. Un día mi madre compró un box de libros de salud que según ella servirían no me acuerdo para qué. Entre ellos dos pequeños libros se titulaban “problemas de la mujer de la a la z” conócete tu misma rezaba el subtítulo, curiosamente ninguna de las mujeres del hogar tomó los libros, pero yo sí. Comencé a conocer sobre la fisionomía femenina y sobre sus enfermedades. Supe más del cuerpo de la mujer que del mío. Lidia Falcon con su “razón feminista” me enseñaba sobre reproducción humana y sobre el derecho que tenía la mujer sobre ella, comenzó a crecer un respeto dentro de mí y un valor acerca de la naturaleza de los cuerpos.

Cuando me encontré con Nuria Varela y su “feminismo para principiantes” ella fue la primera que comenzó a hablarme sobre los hombres desde la perspectiva feminista, antes el tema siempre giraba en torno a visiones históricas y a preocupaciones del tipo corporal. Nuria comenzó a mostrarme que no todos los hombres eran unos violentos e insensibles. Me mostró que muchos de nosotros también somos víctimas del patriarcado pero que nunca nuestra molestia se equipararía a los largos siglos de explotación femenina.

María Elena Valenzuela y Julieta Kirkwood me mostraron los lugares dispares desde donde las mujeres participaron o resistieron de la sangrienta dictadura militar chilena. Y más tarde la ex monja Riola Hernández nos contaba confidencias intimas de mujeres chilenas.

Hasta ese momento creía ser feminista y lo enarbolaba como una de las tantas luchas a las que adscribía, hasta que llegó el momento de encontrarme con la juventud que comenzaba a levantar banderas en contra del acoso callejero, y me obligó a reconocer el error, plantarme a debatir sobre el tema. El resultado fue la violencia y apatía de una joven que no veía en mis palabras más que otro discurso patriarcal y dominante. Fue mi error no partir la conversación desde el silencio para escuchar lo que tenía esa mujer en sus entrañas y en su biografía, en vez de darle a la perorata intelectual que consistía en la misma critica que yo le hacía hasta ese momento al feminismo, mantenerse en el ámbito de las ideas y no hacer parte a la población femenina en general desde sus propias vivencias y biografías.

A partir de ese momento aprendí que la mejor manera de apoyarlas era guardando silencio, dejando que reescribieran su propia historia de dolores y lucha constante invisibilizada. aprendí la lección, pero mi curiosidad jamás ha cesado y las lecturas continuaron junto con la lucha constante. El librero de la feria se fue hace años y los recursos comienzan a permitirme mirar las vitrinas de las librerías

Nunca dejé de interesarme por el tema a pesar de las molestias femeninas cada vez que abría la boca haciendo referencia al tema. Y así fue como me encontré con Chimamanda Ngozi, Despentes, etc.

Todos deberíamos ser feministas me decía Ngozi, y yo me la creo. Pero cada vez que levantaba la bandera una señorita enfurecida me decía que yo estaba en un lugar que no me pertenecía, nuevamente la discriminación y la exclusión hacían carne en mi cuerpo, ahora no desde algún lugar de superioridad sino desde las multitudes por las cuales por mucho tiempo dije “ellas deben tener los mismos derechos que todos”. El silencio que alguna vez decidí estaba pasándome la cuenta tal y como hoy el encierro comienza a estorbarnos. Comencé a participar de círculos de masculinidades en donde nos cuestionamos nuestros privilegios no decididos, en donde buscamos formas de relacionarnos que no tengan que ver con la idea de que la mujer se ocupa de unas cosas y los hombres de otras y siempre parece no ser suficiente y está bien que así sea.

Recuerdo con claridad mi niñez al lado de mi madre, haciendo la cama, siendo cómplice de mis fechorías, recriminándome mis errores y faltas que siempre terminaban con un abrazo y yo limpiándome las lágrimas en su ropa, el peinado que siempre terminaba con un poco de saliva en mi cara, ella diciéndome “te voy a enseñar a ser autosuficiente para que nunca dependas de nadie”. Recuerdo a mi madre sacándome de las comisarías y mirando con cara de asesina a los policías que me habían golpeado y vejado solo por protestar en contra de un sistema injusto que a ellas las encerraba en la casa tal y como hoy todos vivimos el día a día.

Recuerdo a todas las mujeres que me han rodeado, recuerdo los 8M pequeños y despoblados mientras me preguntaba por qué ellas no estaban aquí. Recuerdo las multitudinarias últimas marchas femeninas, sus cantos y bailes, la rabia en sus ojos y no dejé de preguntarme compañeras ¿por qué no puedo ser feminista?

 

Foto de Gloria Henríquez (Gloriosa Fotografía - www.gloriosa.cl)

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