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LA DUDA DE TOMÁS

José de la Fuente


En medio de las evidencias de las convulsiones sociales y pestes, Tomás va escribiendo en pedazos de tiempo, crónicas, recados, saludos, conversaciones telefónicas, preguntas por sus afectos más queridos y siente que solo le sale espuma. Está detenido en una palabra muy opaca: cuarentena. La realidad convertida en fragmentos. Entra al caleidoscopio de su época y se tropieza con los vestigios de un mundo que ya no es, pero que sigue enredado en la incertidumbre y en los panegíricos. Después del fracaso del dios Apolo ¿cómo pretender explicar el curso de la historia? De pronto, se le sueltan los cordones de sus zapatos, se agacha, los vuelve a amarrar y sigue caminando. Este es el único acto verificable en el diario vivir del colapso. Fuera del caleidoscopio no puede precisar dónde está. Se pregunta ¿en el umbral del cambio de época?

Tomás nos recuerda que el recado del primer Foro Social Mundial realizado en Brasil, en el año 2000, rezaba “Otro mundo es posible si la gente lo quisiera”. La ciudad de Porto Alegre, acogedora y agitando banderas, se vistió con los colores de la alegría y la esperanza. Entonces, Tomás, conoció a Lula, escuchó del Partido de los Trabajadores; el entusiasmo plasmado en los rostros de los jóvenes; los académicos y políticos, vislumbraban un nuevo Brasil para América Latina y los pobres del mundo. Chile venía saliendo de una de las dictaduras neoliberales más cruentas de su historia, dictadura del capital financiero que se ha prolongado hasta el día de hoy en la permanencia de lo provisorio, sostenida por la plutocracia disfrazada de democracia representativa. El ingreso continental al siglo XXI ha sido de dulce y de grasa. Tomás y sus amigos siguieron soñando en la reconstrucción del escenario; varios países de la región, se endilgaron tras reformas sociales y gobiernos dignos de la confianza de sus pueblos. Unos cayeron, otros traicionaron, otros buscaron afanosamente la integración bolivariana, otros pasaron sus períodos sin pena ni gloria como lo hacen los cocheros de la muerte en tiempos de pandemia.

Desde el pasado inmediato, tiempo corto o tiempo largo, artificial o real, ilusorio o cargado de incertidumbre y miedo, más que en la muerte, Tomás piensa que hemos comenzado a temerle a todo aquello que nos era lejano y que ahora percibimos como profecía cumplida. Protestas, revueltas, rebeliones y la voz de la naturaleza más inesperada de todas: ¡la peste…! no hay ciencia para la certeza que buscamos; no hay justificación para los criminales del mercado que se aprovechan para subir el precio de la canasta familiar; no hay perdón para quienes dejan a los migrantes tirados a la intemperie. Solo conjeturas, justificaciones y dislates. Tratamos de tejer el último día de vivir encerrados, a la sombra de un árbol semántico, cuyos frutos son palabras que aprendimos al cumplir la edad de la conciencia. En su casa, Tomás y sus hermanos, se hallan igual que cualquiera, a veces tristes, angustiados, apenados, enojados, incomprendidos, esperanzados, indignados, ensimismados, resistentes, negativos, abrazados y cuidando el privilegio de estar vivos. Un estudiante universitario llama a Tomás desde su celda de cuarentena y le dice: - ¡profe…!, quería saber de usted. Se está iniciando la etapa de una nueva civilización. Los sobrevivientes se deberán encargar de desinfectar las ciudades, los campos, los océanos y amarse hasta que duela ¡Cúidese mucho, profe! Entusiasmo y perseverancia es lo que Neruda escribió en uno de sus poemas de adolescencia.

Tomás intenta dormir, le cuesta dormir, qué más puede hacer. Contar corderitos ya pasó de moda; esquivar el sueño releyendo Las mil y una noches tampoco es prudente y tampoco es eficaz beber una infusión con hojas de naranjo. De ahí en adelante, a Tomás se le ofrece una nueva fe: creer que está durmiendo, inventar la ilusión de viajar por el espacio. Cada mañana sale a buscar el sueño por los rincones de la casa. Se le agazapa entre los libros y le sacude el teclado de la máquina para sus teleclases. Al concluir y despedirse de sus estudiantes virtuales, se le vienen a la cabeza libros imaginarios. Valida el ejercicio porque la escritura es terapéutica, en caso contrario no se escribirían cartas de amor. Empieza a sentir que está viviendo en uno de los círculos de Dante o en episodios secundarios de la Divina Comedia. Construye castillos en el aire y evoca paso a paso el cuento Deutsches requiem de Borges, los relatos del Bestiario de sirenas, topos y buitres de Kafka y de pronto se encuentra conversando de mitos con los hermanos Arcadio y Aureliano que aparecen en Cien años de soledad. Ante la presencia de conservadores y liberales, el cuerpo de Tomás comienza a resentirse, los músculos se cansan, las piernas se rigidizan, la vista se enturbia. Mientras su corazón aguanta el jadeo, corre para cruzar el puente que trae la peste. Hay que atreverse y pasar el río, aunque ya no importe alcanzar la tercera orilla; hay que evitar que la desolación se burle del intento.

Tomás se sacude la somnolencia para atender la llamada de un número que desconoce. Desde el otro lado le habla alguien que dice llamarse Raúl, quien le recuerda que se conocen desde tiempos memorables. Ingenuamente lo escucha; Raúl parte diciendo que China podría convertirse en la potencia dominante, pero de inmediato agrega que es improbable que eso ocurra sin que haya una guerra. Los usamericanos van a defender a sangre y fuego su decadente posición actual. Además, le dice con énfasis, que el poder ya no está en Whashington, sino en las transnacionales, quienes no tienen dios ni patria, a menos que puedan beneficiarse para satisfacer sus apetitos de poder y lucro inconmensurable. Tomás interrumpe y le dice: - ¡escúchame, Raúl…! no es totalmente descartable que los gobiernos títeres de Europa vayan a una guerra. Los tiempos de espera dependen de la caótica vigencia del imperio actual. Raúl le interrumpe, se disculpa, le insiste que llamaba solo para saludarlo y saber si ya había adquirido la inmunidad de rebaño o si estaba al borde del “no puedo respirar” e irse a la tumba igual que Georg Loyd. Antes de cortar la comunicación, Tomás alcanzó a escuchar que Raúl estaba concluyendo un estudio sobre la ignorancia, los desórdenes psicológicos y tendencias narcisistas de quienes han sido considerados presidentes de varios países. Entre ellos, le nombró, tras una risotada, a Donald Trump, Jair Bolsonaro, Sebastián Piñera, Lenin Moreno, Juan Guaidó (caso raro de arlequín venezolano) y otra serie de cancilleres conversos.

Tomás acaba de recibir el WhapsApp de su amiga Angélica, quien lo saluda con la imagen de una composición de Ikebana, titulada El eterno retorno, invocando en un cuadro a Nietzsche, donde plasma su manera de concebir la dialéctica del tiempo. Angélica le insinúa que ella sitúa a este filosofante en la época que le tocó vivir, época de consolidación del liberalismo republicano en la Europa imperial, recordándolo como uno de los intelectuales de la sospecha. Le dice: -fíjate, Tomás, en la expresión de su mirada dentro del huracán de la modernidad en sus diversas manifestaciones, especialmente en el permanente fracaso de la ilustración, del romanticismo y del modernismo en América Latina; fíjate en esa línea oblicua superior del cuadro, simboliza la aparición del trauma liberal, una de las fases más contradictorias de la trayectoria política del hombre. El eterno retorno es un anhelo de quienes aman si miedo la vida. Lo que ocurre, ya ocurrió y seguirá ocurriendo hasta que, si la peste no extermina a la mayoría, vendrá otra que se hará más insoportable. Lo único que no se repite es el beso que se le da al amor en despedida.

Tomás, desempolva un telescopio y observa la infinitud del espacio. Se asombra, siente que está perdiendo la costumbre de salir de sí mismo. Palpa, escucha y concluye el diálogo con Angélica, diciendo: - solo se puede elegir lo que nunca sabremos qué es.

Chile, 4 de junio de 2020

 





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