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LOS INFILTRADOS

Ernesto Langer Moreno


A Samuel Fernández lo conocí en la sala de espera de la editorial LOM un día en que ambos estábamos allí para la revisión de un libro.

El mío, una novela guardada durante años en un cajón y que ahora, de repente, vería la luz. El suyo, un libro de poemas experimentales que habían sido escritos en 48 horas y que, según él, cambiarían al mundo.

Como conozco a los poetas no me extrañó oírselo decir a viva voz, esperando que todos lo escucharan.

Tan seguro estaba de sí mismo y de su obra.


No supe de él hasta el día en que recibí una invitación para el lanzamiento de su libro en un café de Providencia, al cual asistí.

Allí me encontré con el mundillo literario santiaguino compuesto por algunas poetisas con sombrero, antiguos escritores encorbatados y un sinnúmero de jóvenes vestidos de la manera más estrafalaria posible, todos poetas, supuse.

Samuel estaba eufórico saludando a los invitados hasta que una hora más tarde de lo previsto y cuando la sala se hubo llenado, la función comenzó.


El poeta fue presentado como una revelación literaria, advirtiendo a todos sobre la calidad transgresora y original de los poemas que se iban a escuchar.

Cuando el presentador terminó brotaron rápidamente los aplausos, enseguida Samuel tomó el micrófono; dijo algunas palabras, mostró su libro y comenzó a recitar sus poemas.

Leyó tres textos que se vieron interrumpidos por aplausos y, de pronto, dio por terminado el evento, invitando a los presentes a comprar un ejemplar.


Por lo que supe vendió varios ejemplares esa noche. Lo vi durante el cóctel escribiendo dedicatorias como un loco.

Compré también un libro y me puse a la cola de quienes esperaban una dedicatoria.

En cuanto me vio me saludó, me dijo que ahora yo podía constatar que lo que me había dicho acerca de su éxito literario era verdad. Lo dijo con orgullo, subiendo el tono de su voz con la intención que otros lo escucharan.

Te lo dije -me afirmó- y no pude más que asentir con la cabeza porque al menos eso era lo que parecía.

A la gente le gusta lo distinto, pensé.

Me despedí después de saludar a uno que otro conocido, ninguno muy cercano, desde lejos.


Camino a mi casa me fui hojeando el libro y llegué a la conclusión que los poemas no tenían ni pies ni cabeza. Según yo, era lo más malo que había leído nunca. Entonces recordé la gran cantidad de aplausos. ¿Quiénes pudieron aplaudir de esa manera?, me pregunté.

Acto seguido cerré el libro para guardármelo en un bolsillo y no le di más vueltas al asunto.


 Dos semanas después me topé en el metro con un joven que reconocí como uno de los poetas que asistieron a la presentación del libro de Samuel Fernández. Curiosamente él también me reconoció y extendió su mano para saludarme.

Hola -le dije.

 Nos bajamos en la misma estación y de pronto me preguntó cómo me iba con mi novela. Le comenté que estas cosas son lentas pero yo creía que bien; era sólo una cuestión de tiempo.

En todo caso no tengo tantas expectativas, al menos no como ciertos poetas.

–¿Como Samuel Fernández? –me preguntó, sin vacilar.

–Sí, le respondí, exacto.

–Pero no se aflija –me dijo– cuando usted quiera le organizamos una presentación como esa, genial,

¿verdad?

Tenemos todo el elenco, es cuestión de unos pocos

pesos. Somos expertos –continuó– nosotros

aplaudiendo, hablando en librerías y facultades,

podemos encumbrar cualquier cosa. La gente no

sabe qué pensar, necesitan un empujoncito y

nosotros se lo damos creando una pequeña masa

crítica de supuestos lectores interesados, contentos

con el autor y la obra. Lo demás llega solito.

Es un oficio como cualquiera, me entiende. Los escritores nos necesitan, porque somos capaces de convertir cualquier bodrio en un éxito. Tome –me dijo– aquí está mi tarjeta. Consúltele a Fernández como está de contento.


 Nada podría haberme parecido más atroz. Es así como están las cosas ahora, me dije. En todo caso esto es mejor y más original que las famosas sociedades de bombos mutuos

en que los escritores se felicitan y apoyan unos a otros. No se me habría ocurrido nunca.

Tal vez, pensé, no es una mala idea, y guardé la tarjeta.

Nos despedimos al salir de la estación. Quedé en llamarlo...aunque hasta ahora no lo he hecho.

 



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