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Foto del escritorMiguel Angel Herrera Castillo

SANTA SEMANA


Una semana de santidad igual es un poco excesivo, para un espectador como yo, que pierde la concentración a cada suspiro se torna un poco eterno. La cueca es el fin de semana, como siempre. Cuánta santidad relataban las historias en bocas de mis antiguos.


Semana santa campesina po iñor. Beata como ella sola, el sector de manantiales en el Maule se preparaba desde días antes, porque el viernes santo no se comía carne ni se tomaba un cuchillo ni se trabajaba. Claramente no era un día cualquiera. Pichangas y borracheras los siguientes días. Por lo menos eso recuerdo, puede ser todo un invento de la memoria, tal vez. Esas historias se contaban al fragor de un fuego, el viernes santo por la tarde, cuando con mi padre llegábamos de trabajar en la feria (en mi niñez mi dedicación era más al juego siendo honestos). Los viernes santo, en la feria, siempre llovía. Yo recuerdo Que mi imaginación me hacía creer que ese era el momento del día en que Jesús había muerto. Recuerdo como el cielo se cerraba y con nubes oscuras inundaba las calles de la población. La feria arrancaba y nosotros mojados como ave de campo llegando a la casa, la madre abnegada y cálida (loca, porque no) esperándonos con sopa y abrigo. Y las tardes de vino y bracero, de los viernes santo del campo, del espanto por verme comer pan con chancho, de los cortes de luz en dictadura y la lluvia. Siempre era un día que se nublaba, que se cerraba y que llovía, siempre en un momento coincidente.


Todos los años, las mismas inundaciones y fuegos e historias y la familia alrededor del brasero. Después empezaron a salir de vacaciones, los otros, nosotros pura feria no más. Dejó de llover el viernes santo y tras de nosotros, Américo Vespucio se transformaba en un río lento y sofocado de seres enlatados camino al descanso. Para nosotros era una excusa para compartir y enrojecer la tez a punta de parafina y vino tinto. Su arrancada para la playa comenzó a habitar las prioridades y hasta el párroco se arrancaba a mojarse las patitas. El quisco era nata y nuestro segundo hogar. Las rocas se acomodan a nuestras espaldas y el vendedor de la botillería era nuestro amigo especial. Dormíamos en cerros, bosques y playas. En rocas. Y el viernes santo es pescado y el mercado y las noticias y el precio del limón y el marisco para la caña y la chelita en la mañana... esa es el domingo, perdón.


Y el sábado la paz, la tranquilidad de un día de espera, el trabajo en la feria, un día bebiendo en la playa. Y el domingo el conejito que pone huevos de chocolate. ¡Siempre me pareció sorprendente la capacidad de un conejo de poner huevos ! Y ahora si, la chelita en la mañana y el pote de mariscos. Un día de alegrías cristianas y de culpas paganas. El domingo como el día en que descansa la creación y resucita a su hijo. ¿Cómo no estar destruido después de semejantes hazañas? Volviendo a Santiago en la tarde desde el quisco. Durmiendo la borrachera a bordo. Y Santiago en letargo y la noche del domingo, sentado en la micro camino a tu cama. O la once en familia mirándose a la cara y celebrando la reunión.



(Imagen: Natalia Camilo)


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