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SI TRADUCIR ES ESCRIBIR

Si traducir es escribir…


Henri Meschonnic [1]


Traducción, Javier Pavez



Traducir no es traducir más que cuando traducir es laboratorio de escritura. De otro modo, es calcomanía. Una ejecución. Por el signo. Y quizás, incluso si no se elige lo que está escrito, no se elige realmente lo que se traduce. Lo que se llega a traducir-escribir. Antes bien, casi seríamos elegidos por lo que se traduce, tanto como por lo que se escribe. Si hay allí aventura alguna, es la de la historicidad. La relación entre escribir y traducir es una parábola, una historia aparente cuyo sentido está oculto. Se muestra después, a retardamiento. Escribir no se hace en la lengua, como si ella fuese materna, dada, sino hacia la lengua. Escribir quizás no sea sino acceder, inventándose, a la lengua materna. Escribir es, a su vez, maternal, por/para la lengua. Y traducir lo es sólo si traducir acepta el mismo riesgo. De lo contrario, traducir es una operación de aplicación, de buena o mala conciencia (honestidad, fidelidad, transparencia). En la lengua. Lo que ya está muy hecho. Así, quien traduce se presta a pensar, está listo para escribir. Transporta mensajes, hace pasar una literatura a la lengua de otra. Sin traduciente, no leeríamos estas cosas. Es verdad.

Pero si no hubiese más que esto, faltaría algo esencial. Quien es traduciente no se sitúa ya en la relación entre escribir y traducir: sólo traduce desde la lengua, desde la literatura, desde el significado. Esto siempre habrá que volver a hacerlo. No sería más que interprete-intermediario, un pasaje entre épocas. Una definición puramente sociológica. Una grilla, que definía lo que se podía o no podía decir, siempre conformada en función de los logros adquiridos. Nada opone de antemano escribir y traducir. Puesto que la escritura se ve constreñida, bajo pena de inexistencia, a inventar tu discurso.

La paradoja de la traducción no es, como se cree comúnmente, que deba traducir y, por tanto, que sería radicalmente diferente del texto que no habría más que inventar. Radica en que debe ser, en sí misma, una invención del discurso, si lo que traduce ha sido una invención. Se trata de una relación muy fuerte y oculta entre escribir y traducir. Si el traducir no realiza esta invención, no corre este riesgo, el discurso no es más que de la lengua, el riesgo no es más que lo que ya se ha hecho, la enunciación no es más que lo enunciado, en lugar de ritmo no hay nada más que el sentido. Traducir ha cambiado de semántica, y su discurso no lo ha tomado (ni se ha dado) en cuenta. La parábola es la parábola de la escritura misma.

Es por esto por lo que me escribo en los textos bíblicos, traduciéndolos. Los textos bíblicos, más que todos los demás, exigen reflexión y práctica: la práctica del ritmo como significante mayor del lenguaje, porque está inscrito en estos textos como en ninguna otra parte, en la rítmica de la cantilación; y reflexión, porque este lugar y papel del ritmo tienen un efecto teórico sobre el lenguaje, sobre la traducción.

Este efecto también se puede constatar a través de la resistencia que provoca, resistencia tan masiva como dominante, contra la noción misma de teoría de la traducción, entre los traductores que se ven o creen atacados en su capacidad de traducir y, en general, entre aquellos que se asientan ​​en la literatura y la enseñanza de lenguas.

Misma resistencia contra la poética, sobre todo cuando es una poética del ritmo, un pensamiento de Humboldt hoy, y en los de asidero filosófico. ¡Cuántos contemporáneos se han establecido! Los mismos respecto de los que Mallarmé dijo: “¡prefiero, ante la agresión, replicar que los contemporáneos no saben leer!”.

No es azar que la Biblia sea el dominio no sólo más antiguo sino el más estratégico y actual para poner en crisis la noción de sentido, ritmo y traducción. Al decir esto, no estoy atacando a los “buenos” traductores. Ya no estoy del lado de la “teoría” contra los traductores. Lo digo porque soy traduciente.

[1] “Si traduire est écrire…”, en Henri Meschonnic, Poétique du traduire. Paris : Éditions Verdier, 1999, pp. 459-460.


 


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