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UNA LARGA AMISTAD

Estimado José: Esta madrugada se me ocurrió esta breve picardía, que homenajea a nuestra amistad haciéndola remontar ficticiamente a nuestros respectivos abuelos. Espero que te guste.


A mi amigo José Alberto de la Fuente Arancibia

Diciembre de 2020

Sirio López Velasco (lopesirio@hotmail.com)


La arena de la pequeña ensenada de Castro Urdiales estaba cubierta de algas, como de costumbre. Algunas mujeres con las faldas remangadas hasta la rodilla y sujetadas con una delgada cuerda marinera, las recogían, para la elaboración de los buñuelos que calmarían el hambre de sus hijos o hermanos menores. El cielo amenazaba lluvia, y las mujeres se apresuraban en su labor. En la estrecha bahía muchos barquitos pesqueros se balanceaban inquietos, al ritmo del viento en aumento. Entre ellos desentonaba un vapor de color indefinido que echaba un humo espeso, más oscuro que las nubes. Pedro de la Fuente fue bordeando la calle costera hasta llegar al embarcadero. Atrás dejaría su adolescencia en Santander y las noches de mucho insomnio y poca pesca. Había decidido que no sería en aquella incertidumbre donde constituiría una familia. Como el tiempo sobraba, se detuvo para llenar de tabaco la pipa que traía en un bolsillo de la camisa. En ese momento alguien le tocó el hombro. Al girarse un gigante se sacó la boina y dijo:

  • Alberto Arancibia, para servirle.

Aparentaba tener pocos años más que él. Retribuyó dándole su nombre y mirándolo con ojos de curiosidad.

El gigante dio vueltas a su boina en las manos, mientras preguntaba:

  • ¿Sabe si ese es el vapor que va a América?

Pedro le dijo que sí, porque un pescador se lo había informado hacía poco. El otro miró la bolsa que Pedro cargaba y tras aclarar que no era asunto de su incumbencia inquirió si embarcaría en aquel vapor.

  • SÍ – dijo Pedro.

  • Entonces –respondió sonriendo Alberto – tuteémonos, hombre, pues viajaremos mucho juntos y tenemos, me parece, casi la misma edad.

Pedro accedió sonriente y quiso saber de dónde era y adónde se dirigía el gigante, mientras lo contemplaba más detenidamente.

El otro siguió estrujando la boina con una mano, se rascó el pelo con la otra, y mientras reemprendían la marcha le resumió su breve historia.

  • Soy de Berriatua, en Vizcaya –dijo. Y sin pausa explicó que casi toda la vida había trabajado como leñador y pastor y que le habían dicho que en el sur de Chile había tierras baratas con muchos árboles para cortar y planicies para criar animales.

  • Qué casualidad, exclamó Pedro. Y de inmediato agregó que ese era también su destino, para seguir diciendo que como allí había tanta o más costa que en España, no dejaría de encontrar un lugar para instalarse como patrón de pesca; porque de ser peón ya estaba cansado – aclaró. Y prosiguió diciendo que pagaría su pasaje trabajando en el vapor como ayudante de cocina.

Alberto lo detuvo, le dio un apretón de manos y proclamó con voz de trueno:

  • Entonces, bienvenido a bordo. Mi pasaje me lo pagan mis tíos, que para algo son los actuales dueños de la torre de Arancibia.

  • ¿Y eso qué es? - quiso saber Pedro.

  • Pues hombre, es el castillo de mi pueblo, y hace como cinco siglos que está allí como propiedad de mi gente - respondió el gigante.

  • ¿Así que trato con un hidalgo? - sonrió Pedro.

  • De familia hidalga, pero de una rama venida a menos, o ida a más, según se mire, pues ha vivido decentemente de la fuerza de sus manos en el trabajo – fue la respuesta sonriente del gigante.

Como era su turno, Pedro contó en pocas palabras su pasado de pescador en Santander. Y llegaron al embarcadero.

En la entrada del mismo una joven pareja luchaba para cargar sus bártulos. Los dos jóvenes se detuvieron ante ellos y se presentaron.

  • Mucho gusto – respondió el jovencito de ojos celestes y tez muy blanca. – Me llamo Manuel Velasco y esta es mi mujer Elena Delgado.

Los dos jóvenes se sacaron respectivamente el sombrero y la boina y apretaron con cuidado la tierna mano de mujer que se les ofrecía. Ella era menuda y de ojos castaños, y un sombrero con cinta impedía ver sus cabellos. Ella no dijo palabra, pero su marido prosiguió, con marcado acento andaluz:

  • Dicen que tengo parentesco con aquella Isabel que fue menina en el cuadro de Velázquez, pero aquí estoy para servirlos como minero especializado en el carbón.

Y sus ojos sonrieron irónicos más que su boca, cuando pronunció esas palabras.

Y como buen andaluz, no paró por allí y prosiguió diciendo que se dirigían a Río de Janeiro, para desde allí seguir por tierra a Minas Gerais, donde una compañía minera inglesa lo había contratado y le había pagado el pasaje a él y a su mujer pues eran recién casados.

-Entonces haremos juntos el largo trecho hasta Río de Janeiro – dijeron al unísono Pedro y Alberto, para aclarar que ellos después seguirían bordando la costa y subirían por el Pacífico hasta llegar a Chile.

- Pues entonces –remató Manuel- este es el inicio de un largo viaje que sellará una larga amistad.

- ¿Podemos ayudar? – preguntó Alberto.

Y, sin esperar la respuesta, él y Pedro cargaron los bultos que a Elena le costaba erguir, y también dos de los que llevaba Manuel.

Al pie del vapor dos oficiales registraban a los viajeros. A su lado un cartel decía: “ ‘Peñarroya’ - 16 de Octubre – Destino: Gran Canaria - Río de Janeiro – Montevideo – Ushuaia - Puerto Montt – Valparaíso”.

Corría el año 1926.

 

Respuesta de José de la Fuente Arancibia, a solicitud del auto Sirio López, con el fin de conocer más allá de la ficción sobre los abuelos de aquél, antes aludidos en el escrito:


Mis cuatro abuelos eran agricultores, tenían sus pedazos de tierras productivas, pero nunca alcanzaron el poder de los terratenientes de los fundos ubicados en la Chimba del río Aconcagua. Por línea paterna, mi abuelo se llamaba José Tomás (don Chuma), se creía perro lanudo, pero en el pueblo lo consideraban nada más que un simpático quiltro-trabajador. Pensaba como liberal, pero actuaba como campesino. Mi abuela, se llamaba Corina Adriana, recuerdo poco de ella, tenía un rostro muy lindo que enamoraba a todos mis amigos. Cuando don Chuma enviudó, yo tuve una segunda abuela que tenía el nombre más común y universal de todas las mujeres, se llamaba María de las Mercedes Catilinaria, era delgada como una espiga de trigo, criaba todo tipo de animales domésticos, cultivaba hortalizas y en verano ocupaba a los nietos para enfardar el cedrón. Nos hacía helados de frutilla, frambuesa y damasco en los botes giratorios envueltos en sal. Un día, entré a su dormitorio a robarle dulces que guardaba en una cómoda y descubrí un libro que se llamaba "El socialismo en la comunidad campesina". Recién cuando estaba en quinta preparatoria, me dejó leerlo completo. Recuerdo que había un dibujo donde aparecía Cristo crucificado rodeado de pobres. y en otro dibujo, había cuatro indios Onas, con los pies amarrados a un cepo. Por la línea materna, mi abuelo se llamaba Bartolomé, le decían "Bartolo, el Bueno´"; trabajaba en minería, tenía una hostería rodeada de vertientes en la falda del cerro Colunquen. Cuando mi abuela lo acompañaba al pueblo, se ponía celosa porque era muy fachoso y picado de la araña, yo me reía cuando las demás mujeres le echaban el ojo, lo piropeaban, y me decía: -"hay que dejarse querer". Mi abuela se llamaba Tránsito Petronila. Era más bien feita, chica y enojona, pero muy simpática y nos contaba cuentos, chistes y entretenidas historias de bandidos. A mí no me gustaban sus nombres y la apodé "Tatito". Era profesora en la escuela de "Las cabras", creo que ella me pegó la vocación de profesor. De mis cinco abuelos tengo un buen recuerdo, por el lado De la Fuente y por el lado Arancibia. José Tomás (don Chuma), era migrante español, llegó con su familia a Perú a fin del siglo XVIII y de ahí viajó al norte de Chile a trabajar en minería, con su hermanos Antonio y Sebastián. Mi abuela Tránsito Petronila era de familia argentina-brasileña, traían animales de contrabando. Dicen que cruzó la cordillera de Los Andes montada en una mula a la edad de siete años.


21 de diciembre de 2020

(Foto de: commons.wikimedia.org)


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