Jaime Luis Huenún
Eluwayiñ tachi lafken,
Paynekura, püchüche,
eluwaiñ ta chi lafken.
Mayelafimi ta chi ko,
Paynekura, püchüche,
mayelafimi ta chi ko.
Punwikonay tami piwke,
Paynekura, püchüche,
ñi küfke chi
punwinagay.
Te daremos al mar,
Piedra Celeste, niño,
te daremos al mar.
El agua calmarás,
Piedra Celeste, niño,
el agua calmarás.
Se hundirá tu corazón,
Piedra Celeste, niño,
silencioso
se hundirá.
(De “Reducciones”, 2012)
¿Qué queda del mar de Chile, de su zozobra y luz original, de su abundancia violenta y fría? ¿En qué poemas, relatos y cantos se guardan las incontables navegaciones de peces y aves que aún vigilan el misterio de la sal, la salud del sol y de la luna, las migraciones míticas y alimentarias de desaparecidos y ocultos pueblos oscuros?
En mi niñez, hace más de cuarenta años atrás, el mar entraba a mi casa en una carretilla de madera con anchas ruedas de metal. En ella el pescadero traía jureles, sierras, robalos, merluzas, congrios, almejas, picorocos, piures, erizos, jaibas y verdosos tallos de lunfo (durvillaea antárctica), especies que llegaban tapadas por escamados sacos de arpillera e inundadas por la gélida lluvia de Chaurakawin.
Venía después el trabajo y la fiesta: mi madre y nosotros, los hijos mayores, limpiando con rústicos cuchillos los peces de Bahía Mansa, Maicolpué o Pucatrihue. Luego, en sus fluviales manos valdivianas, María Luisa Villa hacía bailar el cilantro de San Juan, los enormes ajos de Chiloé, el orégano de Quilacahuín, las papas de Purranque, el merquén de Temuco. Las ollas y los sartenes de hierro y aluminio vibraban en la cocina, cociendo a fuego lento esos olorosos condumios costeros. Vivíamos en dictadura, claro que sí; habitábamos bajo la sombra impredecible de los patrullajes y la delación, pero a pesar de esa vida civil hosca y precaria, la cuaresma sureña nunca comenzaba con ayunos ni contriciones, sino con caldillos sustanciosos y sierras al horno, con jureles fritos o ahumados y copiosas pailas marinas.
Mi padre, siguiendo una tradición medicinal vernácula, nos hacía beber el frío caldo que traían los erizos y masticar las pequeñas pancoras vivas que venían adheridas al interior de sus caparazones. Había que sentir la expansión y la tormenta del yodo oceánico en la boca, las patitas y el cuerpo crocantes del bicho marino, la dulzura del mar anocheciendo y estrellándose en las papilas infantiles. Se suponía que tan agreste manjar acorazaba contra las gripes, neumonías, bocios y otros virulentos males agazapados en el duro riñón del invierno osornino.
No existe esa abundancia ni esa magia culinaria en la mesa popular de hoy; el mar está de espaldas y es apenas un efímero refugio veraniego. La carestía interesada y la irracional explotación de los recursos marinos, la especulación infame y los altibajos de la moderna economía han hecho desaparecer de la dieta común y cotidiana el luche y el congrio, la merluza y el erizo, la navajuela y el loco. Pero a mediados de la década de los ’80 del siglo XX, un poeta y profesor chilote como Nelson Navarro Cendoya aún podía celebrar el sagrado cardumen en su libro “Los peces que vienen”, revelando de paso la vida telúrica y emparentada al mito de los linajes costinos:
COIHUIN
Eran los Millacheo y sus canelos
-en la abierta expansión de los cielos-
Antes y después de las mareas
Sumaban sus corderos detrás de las dunas
Subían el pez necesario para la mesa
Rezaban a sus muertos
Como la lluvia a los pangues todos los días
Sencillamente el agua era un espejo
Una trenza de María
Coi coi huin huin
Cómo no escuchar aquí el vocerío y el silencio de la estirpe Millacheo (Choique dorado); de la familia Calbuante (Sol azul); de la casta Huentelicán (Cuarzo del cielo), trabajando y remontando la lluvia y el oleaje en las anchas playas de Coihuin, distantes 4 kilómetros al sur de Puerto Montt. Hombres y mujeres de orilla -mareras, mariscadoras, tejedoras, boteros, carretoneros, feriantes, huerteros de bordemar-, todas y todos recolectando y amontonando el pelillo (gracilaria chilensis) en las dunas danzantes y saladas, y curanteando en comunidad el cochayuyo sobre las grandes y afiladas rocas de los ásperos sueños veliches y lafkenches.
La poesía, bien lo sabemos, en sus flujos y reflujos de muertes y resurrecciones, es tal vez uno de los pocos lenguajes humanos que permite la abierta conversación con la vastedad circular de aquellas aguas desbocadas, las que inevitablemente van a dar a los altos acantilados de nuestras almas y de nuestras ocultas y públicas historias individuales y colectivas. Premunidos de inevitable y elemental poesía, de cánticos alborozados o tristes, contemplamos el ocaso y el amanecer, la rueda infinita de las constelaciones, el crecimiento de los árboles, el movimiento colosal e imperceptible de las cordilleras, el lento paso de las nubes llevando nuestra respiración y nuestras sombras hacia la retumbante estación del mar. Somos, qué duda cabe, un pueblo sísmico, andino, mineral y agrario, pero también somos una nación rocosa y arenosa, espumosa y torrencial, azotada sin sosiego por una masa oceánica de humor y color siempre cambiantes, vigilada por cormoranes y otras pajarerías totémicas desde Arica al Cabo de Hornos.
Ya el soldado Alonso de Ercilla y Zúñiga, a sus 24 años en Chile y bajo el mando de García Hurtado de Mendoza, infló el pecho, respiró los bosques y los ríos de Arauco y en sonoras octavas reales describió el país de este modo:
Es Chile norte sur de gran longura,
costa del nuevo mar, del Sur llamado,
tendrá del este a oeste de angostura
cien millas, por lo más ancho tomado;
bajo del polo Antártico en altura
de veintisiete grados, prolongado
hasta do mar Océano y chileno
mezclan sus aguas por angosto seno
Y estos dos anchos mares, que pretenden,
pasando de sus términos, juntarse,
baten las rocas, y sus olas tienden,
mas esles impedido el allegarse;
por esta parte al fin la tierra hienden
y pueden por aquí comunicarse:
Es el Mar del Sur, el mar desconocido, plagado de leyendas y horrendas mitologías europeas. El frío e infinito mar salvaje, tomado y nombrado -para la gloria de España- por Vasco Núñez de Balboa el 25 de septiembre de 1513 en Panamá. El mar que engañó a Fernando de Magallanes, quien lo llamó “Pacífico” navegando por las costas de lo que luego sería el remoto Reyno de Chile, la longa y abrupta finis terrae del entonces poderoso imperio hispánico. El mismo mar que por el norte mojó las palabras y la punzante memoria de Gerónimo de Vivar, quien en su “Crónica y relación copiosa de los reynos de Chile” describe con anchura y asombro las labores balseras de los indios changos y camanchacos en las costas de Atacama:
“…en los días que no hace aire andan los lobos marinos descuidados durmiendo, y llegan seguro los indios con sus balsas. Tíranle un arpón de cobre y por la herida se desangran y mueren. Traénlo a tierra y lo desuellan. Son muy grandes, y todos no matan los lobos sino los que lo usan, y no usan otra pesquería sino matar lobos y comer la carne y de los cueros hacer balsas para sí y para vender.”
Si por el norte los changos inflaban las desolladas pieles brillantes de los lobos de mar para construir sus pequeñas y ligeras balsas, por el sur los chonos construían dalcas con tablas de alerce y de ciprés. Elementales, primitivas, pero eficaces embarcaciones para hacer frente al todopoderoso padre de las aguas y para conquistar el día, la luz, la vida movediza, multiforme y oscura de las profundidades. Nombramos pueblos ya desaparecidos en las rutas mortales del océano; pueblos ya sin lenguas, sin rastros cotidianos en la arena de una guerra desigual. “Murieron de occidente”, dirá el poeta Juan Pablo Riveros en su poderoso libro De la Tierra sin Fuegos de 1986, refiriéndose a las exterminadas poblaciones aborígenes australes.
Pero no sólo es la dalca o el wampo (canoa mapuche) enfrentando al galeón, a la goleta o a la carabela; son cosmovisiones, deseos y aspiraciones humanas diametralmente distintas las que se confrontan en este periodo histórico. Las naos hispanas llegan repletas de hombres no sólo acicateados por el hambre y la codicia, sino inflamados por una ideología cultural y religiosa dispuesta a poner, sin pausa ni contemplaciones, los cimientos de la tragedia y la comedia habituales en los centros urbanos de Europa.
El mar es para los súbditos de la Corona Española una serie de rutas desacralizadas por los éxitos de los navegantes, es decir, por los descubrimientos y conquistas que permiten instalar en Las Indias, a pesar de la resistencia indígena y los desastres naturales, el modelo de vida imperante en las grandes ciudades. Cumplir a cabalidad los mandatos de la madre patria y el rey es un imperativo ético, religioso y patriótico que todo buen súbdito debe asumir y respetar. Así lo señala en 1580, por ejemplo, Pedro Sarmiento de Gamboa, astrólogo, cosmógrafo, soldado, navegante y cronista gallego:
Yo les respondo que aunque en toda parte se sirva a Vuestra Majestad, cada cosa tiene su lugar y orden, y sacado de allí, con cualquier color que sea, es desobediencia y deservicio notable. Y que en cada parte cada personaje ha de acudir a donde le es ordenado y señalado, con obligación precisa; y el que desto se desviare es culpable y digno de castigo…
Contumaz y normativo, Sarmiento de Gamboa se empeñó en servir con honra a su monarca fundando ciudades en la zona más inhóspita de la Patagonia Austral: Ciudad del Nombre de Jesús y Ciudad Rey don Felipe, incursión colonizadora que finalmente costó 337 víctimas, trágica circunstancia que entregó a la posteridad un nombre geográfico indeseable y terrorífico: Puerto de Hambre. El poeta puntarenense Christian Formoso indaga a comienzos del siglo XXI en la psiquis intensa y convulsa del navegante gallego, construyendo un monólogo en que Sarmiento confronta la historia, su propia biografía y el sueño trunco de sus andanzas como infortunado colonizador de tierras australes:
Sarmiento vuelve “a guardar estos reynos
antes de que los enemigos los tomen” (fragmento)
No dejé aquí un hato de sangre
para quedarme entre rejas, pudiendo ahogarme
con el ácido bordón y la corriente despiadada.
Por eso volví a estas horas sin barcos y sin leyendas
sin ejército, ni sombra, ni pie, ni bandera
llevando en estas sobras, ensangrentado, el rictus rojo
de la vergüenza
parte ya de ventiscas y acantilados.
Por eso volví a estas horas
transparentemente solo
para hundirme, como un viejo almirante
en su viejo barco terrestre.
Como se sabe, las labores de conquista dejaron literalmente un mar de sangre, una torrentera de muertos que los historiadores aún se afanan en contar. Pero fue tal vez la muerte lenta y segura de las lenguas originarias lo que más influyó en el devenir espiritual y cultural de América. Pablo Neruda, en Confieso que he vivido, trata de conciliar este hecho dramático e irreparable:
… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.
Nos dejaron el castellano, la lengua que el gramático Antonio de Nebrija ponderó ante los Reyes Católicos como lengua oficial del imperio en el Nuevo Mundo, la única manera de hacer viable la imposición de “las leies que el vencedor impone al vencido” según su literal parecer. De ahí que no sepamos hoy cómo se decía mar en chono, en chango, en kunza, en cunco; no lo sabremos nunca tal vez, pues son lenguajes fantasmas, sin siquiera memoria oral y auditiva, meros espectros sin sombra ni heredad. Queda todavía en tierra firme la palabra lafkén, para nombrar en mapuzugun la espuma y el oleaje, las mareas alimenticias y el resollar nocturno y bronco de las aguas abisales.
DESDE AQUÍ
Lafkén mío, en mis oídos
resuena tu voz, tu canto.
Ayuyuemi
con tu fuerza tu poder.
Newen lafkén,
te extraño,
aquí perdida en la ciudad winka
donde tu voz no escucho.
A veces te confundo, mas
las bocinas
me sacan de mi encanto.
Eres fuerte y poderoso.
Con razón shumpal
duerme en tus brazos.
Manquián se fue contigo
y tantas quimei malen
de ti se han enamorado.
Ayuyueimi lafkén,
no puedo olvidarte,
mi corazón suspira
por la lejanía,
aunque,
cada día,
tú te acercas más y más
mi Newen…
(Jaqueline Caniguán)
El mar aquí es invocado cual amante, cual amigo lejano, en un poema-canto que otorga contenido y amplitud cultural y espiritual a un territorio, a un lof (territorio ancestral) dolorosamente extraviado, pero muy presente en la sensitiva memoria mapuche-lafkenche que el exilio urbano agudiza, tensiona y trastoca. Motivo semejante es tratado en el poema Naufragios, sección perteneciente al libro Perrimontun de Maribel Mora Curriao, en el cual, a través de una discursividad lírica que conjunta relatos bíblicos e indígenas, se enfatiza en la pérdida a través de imágenes oníricas y apocalípticas, situando la conciencia mapuche-pehuenche en el arisco y continuo delirio provocado por el éxodo y la fragmentación:
Soñé que el mar desbordaba el valle.
Las ciudades flotaban sobre sus muros.
Los peces abundaban como en las sagradas escrituras.
y los hombres palidecían
ante el prodigio.
Mi madre vino entonces incrédula
y se acercó con ternura a mis ojos.
¿Recuerdas-dijo, mirando mi corazón-
que antaño llevábamos las carretas repletas de peces?
Miré entonces hacia el horizonte y
TODO HABÍA DESAPARECIDO.
El mar ceremonial y pródigo, el mar de los juegos y de las búsquedas, el mar fabuloso de la imaginación mítica y comunitaria está en estos textos lejos, difuso en los relatos heridos de los ancianos que circulan en inestable tránsito hacia la muerte. Kai Kai, la furibunda serpiente de las aguas, descansa de su guerra con Treng Treng, la vencedora serpiente de la tierra. Mas, de vez en cuando se levanta en maremotos, en altas marejadas y nubla el mundo.
La poesía mapuche, como todas las poéticas etnonacionales que pugnan por revelar y establecer sus propios códigos y su propia identidad política, cultural y estética, se aposenta en estos viejos mitos viajando y bebiendo a la vez de fuentes aparentemente extrañas. Y es que los caminos del canto y la escritura son maravillosamente inescrutables, pues no hay memoria cultural viva que no busque en otras, las sombras y las luces de su origen, su auto comprensión y su diáspora. Sucede así, por dar un ejemplo, en la obra lírica del escritor Bernardo Colipán, quien parafrasea y dialoga con el poeta griego-alejandrino Constantino Kavafis, apropiándose del tono y la estructura de su famoso poema Ítaca para enunciar un cántico paterno plenamente situado en los paisajes y afectos huilliches:
CUANDO DE VIAJE SALGAS AL MAR
Cuando de viaje, hija, salgas al mar,
ten siempre en tu corazón a Wenteyao.
Llegar hasta allí es tu destino.
A kanillo, kalkus y anchimallenes no temas,
tales espíritus nunca hallarás
si tu alma no los pone en tu camino.
Deseo, Alen, que el camino sea largo.
Detente
en Pucatriwe,
Choroy Traiguen.
Recolecta, como tus antiguos, rulamas
lunfo y sobre todo algas,
todo tipo de algas.
Con la shumpall de Caleta Manzano
comparte los dulces cantos de tu madre.
Pero no apures tu viaje en absoluto,
mejor que muchos ríos cruces.
Deseo, hija, que no manquee tu caballo.
Detén tu viaje en los catrihues.
Detrás de un cielo azul te hablarán en voz baja.
Y si pobre encuentras la isla
el viejo no te ha engañado;
hermosa, como has llegado a ella, sabrás
del lugar
donde los pájaros van
a nacer con los ojos cerrados.
Por otra parte en Invocación al Shumpal, volumen de Roxana Miranda Rupailaf, poeta huilliche-lafkenche oriunda de San Juan de la Costa, Osorno, es posible advertir la inmersión física y lírica de su voz en los dominios materiales y espirituales de un ngen o espíritu propio de espacios acuíferos. Se trata de shumpal, un ser mítico que se aparece como un joven o una muchacha de cabellos dorados y vestiduras resplandecientes y que suele habitar en lagunas, ríos y mares en donde seduce y rapta a doncellas o jóvenes mapuches. En ocasiones paga por ellos con bienes provenientes de sus dominios, compensando o retribuyendo de este modo a los familiares del weche (hombre joven) o malen (muchacha) raptada.
Este largo poema, sin embargo, resalta más bien los actos y vínculos impulsados por el deseo y las relaciones eróticas, restituyendo los sentidos amatorios y sexuales de un ancestral rito sacrificial marino de fecundación. Tal operatoria poética y mitológica, subvierte el impacto y la influencia de la ideología cristiana y patriarcal, devolviendo el relato a la dimensión ceremonial de los cuerpos desnudos y deseantes.
INVOCACIÓN AL SHUMPAL
1
Cuando llegaste el océano detuvo sus oleajes.
Los peces comenzaron a mirarme.
Y allí,
en el lugar donde aparecen y desaparecen los náufragos,
surgiste como un faro
y alumbraste hacia atrás
las noches del círculo en espera.
Yo comencé a correr por las orillas
y me arrojé a las sales
para buscar tu cuerpo plateado entre las algas.
El mar se ha convertido en un jardín de estrellas
sudadas de encenderse con el roce.
Voy a hundirme en esta ola que es tu nombre.
Voy a hundirme en esta ola que es tu nombre -te dije-
y nos llenamos,
desbordados,
atorados de luciérnagas.
Valgan estos breves ejemplos para finalmente señalar que tanto la poesía chilena como la poesía mapuche están indisolublemente ligadas a nuestro común y tumultuoso mar del sur, a nuestro asediado lafkén primigenio. Lo prueba la enorme cantidad de libros y poemas de autores nacionales canónicos donde el mar manda y determina. La poesía, desde ambas realidades culturales, ha hecho por más de cien años la crónica constante, superlativa y alucinada de los viajes, naufragios, peripecias, aventuras, infortunios y latrocinios de hombres y mujeres en y desde el extenso océano que nos azota y nos habita. El mar es un eterno motivo, una reiterativa fuerza moviendo nuestras escrituras y cantos; un elemento geográfico, cultural y simbólico que resguarda a su vez el pasado y el presente para preservarlos de un futuro presumiblemente oblicuo y demoledor.
A propósito de esto, los astrónomos señalan con pruebas científicas al canto que su material de trabajo es el pasado. La luz, las explosiones estelares, los giros y fricciones de los elementos visibles del universo ya han ocurrido y los lentes computarizados, ultramodernos, de los observatorios indagan en todo aquello que ya fue. Pasa lo mismo en la poesía, nuestro oficio u hosco arte, según el decir del galés Dylan Thomas, pues es el pasado lo más real para el poeta y para el escritor en general, aunque en su quehacer intente quebrar la tradición con pirotecnias verbales novedosas u originalidades lingüísticas, filosóficas o estéticas para anunciar tiempos nuevos.
Pero ahondar en las memorias y tiempos individuales y colectivos no es un trabajo aséptico ni fácil; nos va en ello la emotividad, las construcciones culturales e intelectuales que nos han influido y en las que nos hemos formado, la historia de nuestras propias vidas, las imágenes que hemos adquirido –y que han sedimentado en nuestro corazón- de paisajes, familiares, vecinos y personajes varios. Para los poetas mapuches, como para los poetas chilenos, tampoco ha sido fácil navegar por los mares históricos de un país donde aparecen incontables genocidios, humillaciones sin cuenta, subalternidad y discriminación, tragedias que aún palpitan y escuecen, relatos de la diáspora y de la pérdida territorial. "La memoria es una antiguo promontorio-dices- /en donde la mirada encarna sal viento y arena / barcas dando tumbos al oleaje bravío / estrellas que se imprimen en ventanas y sueños".
Pero, ¿qué hacer con la memoria, qué hacer con la poesía? Los mapuches, en particular, hemos pasado alternativamente de la sorpresa a la dispersión, del dolor individual y comunitario a la muerte cívica, de la desconfianza a la rabia, de la victimización al orgullo, de la resignación a un progresivo e innegable renacimiento. Nos hemos traducido durante tantos siglos a los códigos de la sociedad dominante para tejer alguna vez el nütram, la conversación iluminada. Nuestros antepasados, derrotados y harapientos, levantaron la palabra como única defensa y como deseado destino: “Respetar la palabra empeñada”, decían. Tarea titánica, labor moral constantemente saboteada y a veces, justo es reconocerlo, auto saboteada. La memoria aquí, el relato, el testimonio personal y colectivo, se oponen y a la vez confluyen conflictivamente en la escritura.
Sin embargo,legalizar la voz, instituir una memoria legitimada y domesticada por la letra, ha sido también el objetivo de lospoetas, intelectuales y dirigentes mapuches desde fines del siglo XIX en adelante. Ingresar a la ciudad letrada con cantos y relatos, con palabras e imaginarios otrora demonizados y obliterados, para tomar el jerárquico alfabeto por las astas y regresar al fin,armados de una desesperada y certera paciencia, a esas playas, a esas altas cordilleras, a esos acorralados bosques donde el viento marino canta el amor y el dolor de nuestros errantes antepasados invisibles.
(Foto: Claudio Sepúlveda Geofrroy. Cautín, Chile - 2009. Licencia CC)
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