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METAFÍSICA Y SIMBÓLICA DEL AZUL

“¡Princesa del divino imperio azul, quién besará tus labios luminosos!” Así comienza la breve prosa que le dedicara Rubén Darío a una estrella, en su compilación de relatos breves y poesías en un libro a cuyas manos llegué siendo aún muy niño. Se trataba de “Azul...”. El libro con perfume a vainillas en el pegamento de sus hojas (que aún perdura); el papel amarillento y mis garabatos infantiles en cruel e inocente lápiz rojo. El prólogo de esa edición es una carta que al nicaragüense le escribiera el españolísimo Juan Valera y Alcalá-Galiano -con fecha de octubre de 1888-, donde se lee su descreimiento frente al volumen recién llegado de América, llamado tan lacónicamente, “Azul...”. Confiesa el escritor y diplomático, que el título lo llevó de inmediato a asociarlo con la frase “L’Art c’est l’azur” de Víctor Hugo, a la que tomaba como una expresión poco afortunada ya que no se explicaba el porqué para él, el arte podía ser azul ya que podría haber tenido cualquier otro color... si es que, incluso, nos viéramos en la obligación de asignarle uno.


No obstante, siempre y en general, se le reconoció al color azul una tendencia a cierto ahondamiento del alma que traslada al observador a una sima espiritual y psicológica donde su yo se debate porque siente que en él peligra su existencia. Así, ante la vastedad del cielo o del mar, invariablemente nos invade una vocación de abandono, solidaria con los diferentes tonos de azul.


El azul consiente a la mirada. El azul eleva. El azul se resuelve entre el ser y el no ser de su propia carne cedente. El azul es el más profundo de los colores: en él la mirada se puede hundir sin encontrar obstáculo y se pierde en lo indefinido de su cuerpo etéreo, valga lo teosófico del adjetivo... El azul se vive como una perpetua evasión de la luz. Es un color que siempre se aleja, que se nos va pero que nos lleva tras él. Es el más inmaterial de los colores. Pocas veces el azul es un sólido opaco... en general la Naturaleza nos lo presenta como transido por una afligida transparencia, como si se acumularan capas y más capas de vacíos materializados en la atmósfera, en la hidrósfera o en ciertos cristales traslúcidos que ejercen su azul alquimia de luz, como es el caso del zafiro; de la azurita; de la lazulita y su azul profundo; la sodalita, y su azul pálido; la cianita o el ágata azul, entre otros minerales... siendo el lapislázuli (“piedra azul”) la roca semipreciosa más conocida desde el principio de la Historia y que le diera su azul al Egipto.


A pesar de su abstracción intrínseca, el azul es también estricto, exacto. Prodiga pureza y frialdad y por eso, lo que el azul toca lo aliviana en un sentido metafísico. Todo objeto azul se carga de hondura. Las calles angostas y tortuosas de muros azules en Marrakech o El Cairo se convierten en túneles de cielo, porque un muro azul deja de ser un muro.


El azul aligera las formas, domina sus contenidos, abre el espíritu de lo material y deshace su solidez. Una superficie azul no es ya una superficie del todo sólida. Los movimientos y los sonidos, así como las formas, tienden a esfumarse en el azul: se ahogan en él y en él se desvanecen como las aves que frecuentan los senderos de cielo.


Inmaterial en sí mismo, el azul desmaterializa todo cuanto toma su color. Es un camino donde lo real se transforma en lo imaginario, el azul es el color del pájaro de la felicidad... aquel pájaro azul, inaccesible y sin embargo tan cercano como el de Maeterlink o los pájaros azules de los Han, imaginados como una suerte de hadas mensajeras en los legendarios cielos chinos.


Entrar en el azul equivale a pasar al otro lado del espejo de Alicia. El azul celeste -el azul cielo- es el camino del ensueño, y cuando se ensombrece -ésta es su tendencia natural- pasa a ser el camino del ensueño.


El azul es el color de las fuerzas ocultas. Por eso, en las cartas del tarot, El Ahorcado toca el suelo con sus cabellos azules: porque lleva a lo profundo de la tierra el azul del cielo y sus fuerzas... fuerzas que se manifiestan también en el amarillo del oro solar, un color difícil de entender y altamente expansivo, que atraviesa al azul formando una dupla kratofánica de perfil antropológico universal. Huitzilopochtli, el guerrero triunfador azteca, dios del sol del mediodía, es pintado de oro y azul. Y esta dupla heráldica de azur-oro (uránica, cósmica) se opone o complementa a la dupla gules-sinople (rojo-verde) que expresa las fuerzas telúricas. La zona de choque es la superficie misma de la tierra, allí desde donde nació alguna vez el Hombre ambivalente, a la vez santo y demonio. Lo mismo entre los egipcios, donde la combinación azur-oro aseguraba la supervivencia del alma del muerto. En este sentido, en las historias mongolas son abundantes la referencia a los lobos azules, uno de los cuales, cruzado con un ciervo leonado (combinación de cielo y sol, cazador y presa), dio origen nada menos que a Genghis Kahn.


El azul es el dominio de las quimeras, de lo surreal y lo subrreal donde viven los tigres azules de Borges...


Es el color inmóvil que resuelve en sí mismo las contradicciones dinámicas del día y de la noche, dándole ritmo y pulso a nuestra vida. No obstante, es indiferente a lo humano: su lugar yace en sí mismo, ya que no es de este mundo. Sugiere una eternidad serena y alta por altiva, sobrehumana y hasta inhumana. Decía Kandinsky que el azul “es a la vez un movimiento de alejamiento del Hombre y un movimiento dirigido únicamente hacia su propio centro que, sin embargo, atrae al Hombre hacia lo infinito y despierta en él deseos de pureza y sed de lo sobrenatural”. Pero si bien el azul es sobrehumano también es grávido y por eso nos rodea sin abandonarnos. Su gravedad es solemne, soberana, pero como todo rey necesita de súbditos a quienes volcar su magnanimidad, no nos puede abandonar nunca, custodiando nuestras alturas.


Es el color mariano por excelencia que suele acompañar, en Occidente, a los sepulcros infantiles. Y por este rumbo nos encontramos con el símbolo centrípeto de Virgo... tan centrípeto que desnuda a la Tierra, arrancando la vida del planeta al coincidir con los ardientes veranos del Hemisferio Norte. Por esta relación entre el azul del cielo fogoso combinado con los rayos dorados del sol es que el azul cielo se vuelve azul turquesa: ese azul que incorpora, que devora, el verdor, el sinople extraído desde la Tierra. Entre los aztecas brillaba el Príncipe de Turquesa: Chalchihuitl como señal de fuego, de sequía, hambre y muerte. Pero Chalchihuitl es también la piedra color turquesa que ornaba el vestido de la diosa de la Primavera. Además, Chalchihuitl es la esmeralda que ocupaba el lugar del corazón del príncipe azteca antes de ser incinerado, así como al faraón le ponían un escarabajo de jade verde a modo de eterno corazón antes de terminar de momificarlo: el azul cielo como camino a la muerte era un corazón verde lleno de esperanza en la vida de ultratumba. Entre aztecas mexicanos y buriatos siberianos se hablaba de las entidades espirituales que mataban a los niños dejando marcas azules en sus cuellos... porque el azul es el color de la muerte y de la pureza infantil. Por su lado, el yang taoísta incluye al azul como el gran “Dragón Geomántico” o, sin más, el gran “Dragón Azul” que hace su magia entre los Hombres.


Etimológicamente, su nombre en inglés proviene del alemán blæwaz mientras que al español llega desde el árabe lazaward, palabra usada para decir, simplemente, “lapislázuli”. Como el azul se asocia al tránsito hacia el mundo de los muertos, podemos recordar a la expresión francesa “no veo más que el azul” para decir “ver la nada” de la muerte o un desvanecimiento. “Estar azul”, en alemán, refiere al intoxicado, ya inerte, por el alcohol. Antiguamente, en los presidios franceses, a los presos homosexuales se los obligaba a tatuarse de azul sus miembros como renuncia a la virilidad y como símbolo de una castración buscada. La depresión no vigorizante (a diferencia del verde) que inflige el azul en cuadros sicóticos, tiene su expresión popular en el “blue” americano: el “triste” que naciera en la tristeza propia de los esclavos. En las lenguas célticas (que incluyen el irlandés, gaélico escocés, galés y el manés) el azul tiene poca o nula presencia, siendo reemplazado por palabras que remiten al gris. No obstante, Julio César recuerda a brujas celtas, en la Gran Bretaña, que se desnudaban con el cuerpo pintado enteramente de azul y también se rescata a Goedel Glas: el mítico inventor del gaélico escocés, que era llamado, simplemente, “el azul”. La tribu Dani de Nueva Guinea no tiene palabras para los colores y sólo los dividen en claros y oscuros, y el azul (o, más bien, la longitud de onda que le corresponde), uno de los oscuros, no existe “mentalmente” en ellos porque no tienen la palabra correspondiente. Entre los Shona de Rhodesia el color citema incluye a nuestro azul y el “azul verdoso”, pero hay que recordar que sólo tienen tres colores: el cips uka -anaranjado, rojo y violeta-, el citema -azul y azul verdoso- y el cicena -verde y amarillo-. Por su lado, los Bassa de Liberia sólo tienen dos: el hui que abarca del verde al violeta -incluyendo íntegramente nuestro azul- y el ziza a nuestro abanico que va desde el rojo al amarillo... otras formas de ser de un color transitando por la mente de los Hombres.


El almendro es la morada de inmortalidad en la tradición judía por donde se accede a la llamada Ciudad Azul, mientras en el budismo tibetano el azul es el color de Vairocana: la Sabiduría Transcendental. Vairocana encuentra en el azul la potencia y, paradójicamente, también el vacío. La Sabiduría del Dharma-dhatu hindú (la Ley Original de lo existente) es de una deslumbrante potencia, pero es ella quien abre la vía de la liberación a través de su luz azul. Muchos dioses de la India tienen piel azul, siendo Shiva el más frecuentado por Occidente, pero también son azules Rama y Krishna. Shiva habitaba el Monte Meru, en su ladera azul -la cara de la montaña que daba al sur, por donde domina el sol en el H. Norte-. De este modo, el azul vuelve a estas divinidades totalmente “irresistibles” porque tal color implica la inclusión de lo Total y, lógicamente, todo queda incluido -o atrapado- en ese color... aún los terribles enemigos de Shiva se ven sometidos a “la magia azul” del dios.

En cuanto a los ojos azules son señal de libertinaje para muchas tradiciones así como de dones divinales para tantas otras y, de hecho, era el color azul de los ojos la señal del origen divinal en las hadas. Se dice que Alejandro Magno tenía los ojos negros de noche pero se le volvían azules de día. Shakespeare -por influencia celta- asimilaba el azul al gris como el color en los ojos de Afrodita. La Nobleza tiene su dominio simbólico en su sangre azul -la de los príncipes azules- así como cualquier bebé varón lo tendrá en su vestimenta, mientras que las nenas -porque como mujeres traerán la muerte al mundo-, serían asociadas al rojo o al rosado de los sangrientos pecados...


El azul es apenas visible en el arco iris. En psicolingüística es considerado uno de los colores más difíciles de elaborar “mentalmente” a partir de la articulación entre visión y palabras en el contexto lingüístico del niño. Se lo asocia a lo elevado como al pensamiento y a sus más elevados frutos, y por eso IBM, Samsung, Hewlett Packard, Facebook o Twitter eligieron el azul para sus logos (aunque Mark Zuckerberg lo eligió por su daltonismo). También es el color de la ONU, de la Unión Europea, de la Otan y la Nasa y propio de la derecha política, esto es: una identificación positiva con la figura del padre... padre que está en los cielos. Fue símbolo de riqueza por la dificultad de obtenerlo al tener que ser importado desde Asia (azul de ultramar) y África. De hecho -por esa dificultad en crearlo- es el color que más escasea en la medida en que nos adentramos en el pasado: no aparece sino mucho después de transcurrido el Neolítico. Miguel Ángel dejó inconcluso su “Santo entierro” por no conseguirlo y Vermeer endeudó a toda su familia por un poco de azul: sólo dejó de herencia once chalecos y una colección exhibida en una panadería... aunque los tiempos cambiarían y luego habría pintores que se dieron el lujo de tener “períodos azules”...


El entramado simbólico del azul es inagotable, porque está relacionado con toda la red simbólica del Hombre, red que también es inagotable como inagotable es el mundo natural al cual el símbolo refiere. Y el simbolismo, en este caso el del color azul, trabaja con esa misma fuerza de lo ilimitado. El azul no está allí: se tienen cosas azules y hasta se ven cosas incoloras como el aire o el agua de color azul (aunque ahora se sabe que el agua es, en efecto y aunque muy ligeramente, azul), pero ese azul que parece predicar la inexistencia y que vuelve azules a las cosas, es, desde sí mismo, una potente usina simbólica. Y en esta red desmedida de símbolos, podemos llegar fácilmente a concluir que el arte efectivamente es -como lo quería Víctor Hugo- azul... después de todo, ¿por qué no? Lo sería al amparo de la misma legalidad celestial que nos asegura que la Muerte es fría y azul, custodiando alguna tumba en desiertos dorados, y que hay en algún cielo alguna legendaria rosa azul como única guía hacia lo sagrado...


El azul: un color extraño, un delicado perfume para la vista, causa final de nuestra vida espiritual y -al decir de Steven Tyler- “el color más cercano a la verdad”.


 

(Foto de pikist.com )

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